Es de sobra conocido que una minoría gobierna y oscurece la economía para que la mayoría sirvamos sus intereses.
Es público y notorio que habitamos un sistema racista que da valores, derechos y privilegios distintos a las personas según sea su color de piel y su origen. (La raza como tal ni siquiera existe.)
Está más que probado que los hombres campan a sus anchas en una lógica y una práctica en que ellos tienen la credibilidad, el poder y la potencia que no tenemos nosotras.
Es meridiana la costumbre empresarial por la que las personas somos tratadas como consumidores y se nos engaña y manipula con el único fin de que gastemos.
Ha quedado clarinete que los estados funcionan como adalides del capital y que, según en qué manos caigan, pueden volverse nuestra peor pesadilla, a través de sus fuerzas represoras.
¿¡Por qué coño seguimos haciendo como si nada pasara!?
Por un poquito de paz, dice Carlos.
Para vivir tranquila, asegura Carmela.
Porque no se puede hacer nada, se ofende Juan Luis.
¿Hasta qué punto es ético colaborar con este estado de cosas respetando el voto de silencio? ¿Qué nos dan a cambio de él? ¿Hasta dónde hay que llegar para que a la mentalidad del opresor que llevamos dentro se le impongan nuestras propias entrañas y la lógica de supervivencia de la especie? ¿Qué paz y tranquilidad son estas en que todas las demás mueren? ¿Es que acaso estáis bien?
No todas podemos ser activistas, dice Nuria.
Bueno. Pero hay tanto ¡tanto! que sí podemos hacer. Desde comprar con conciencia a no exponernos a sus medios de corrosión mental. Desde escuchar historias de la otredad a generarlas. Defender los cuidados, difundir la alegría genuina, vivir en comunitario, defender y honrar lo vulnerable, revisarnos por dentro, llevar la justicia social a los bares, darle voz.
No podremos decir que no se veía venir, que no estábamos avisados. Hagamos algo, joder, mientras tanto, pues se nos va la vida en ello.