Si tuviera dinero y relevancia… crearía un espacio para trabajar con mujeres embarazadas. Podría ser físico, virtual o ambas cosas. Sería rojo, lila, marrón… ¿cómo te imaginas un útero por dentro? Cálido, de materia elástica y maleable, muros gruesos y textura abrazante, protectora.
Sería un espacio para disparar discursos y amasar vivencias juntas. Un rincón seguro para estar, ser, compartir, acurrucarse y crecer. Atalaya para conjurar violencias y prado fértil para fundar macondos desde cuerpas vulnerables.
En nuestro espacio hilaríamos experiencias de preñez. Antes, durante, después. El embarazo es como una puerta al psicoanálisis natural, se abren muchas cajitas olvidadas en los pliegues del cuerpo y hay que trabajar con ellas para que su contenido no calcifique y haga daño. Dentro de la carne se nos oxidan anzuelos de un maternaje mal curado, de todas las ofensas que la comunidad nos hace cada día por no ser hombres, de nuestra construcción contradictoria como mujeres. Hay que sacar el hierro corrupto que se nos clava y sanar al aire y en colectiva.
Podríamos tener psicólogas, sociólogas, asistentes sociales, artivistas, pedagogas, escritoras, dulas, matronas, abuelas, nomadres… Haríamos redacción conjunta, collages, campañas de prensa, asambleas, cursos de masaje, talleres de ternura, mesas camilla. Nos cuidaríamos. Emprenderíamos la revolución de los afectos.
Cuando me quedé embarazada, las mujeres de mi entorno enloquecieron dándome normas higiénico-nutricionales y hablándome de cosas que comprar e historias de malos tragos reproductivos. Yo lo pasé mal durante preñez, parto y puerperio porque hubo algo que a nadie se le ocurrió darme: amor. Cariño, cuidado, contención. De mujer. Habría necesitado. Duele. No hay.