Largo día en candidez

¿Tú también eras socia del Club Moulinex a los ocho años? El carné se pedía por correo, recuerda, en un sobre pequeño y amarillo, a franquear en destino, con la compra de un electrodoméstico de la gama. Y es que aquella navidad te habías pedido una tostadora blanca. Te parecía que en las casas donde había amor también había tostadas de pan de molde recién hechas, que se untaban lentamente, unas personas para otras, con varias capas de la cremosa sustancia misma de la vida. Te disgustaban ya entonces los desayunos a destiempo y en privado que salían de cajas estridentes con que nos rompía y rompe la industria transnacional no-alimentaria.

¿También llevabas con orgullo el carné del videoclub en la cartera? Ay, qué días aquellos, qué glorioso cuando abrieron un blockbuster al cabo de la calle tras el cierre de nuestro videoclub, regentado por un señor guapo con bigote. Y qué gusto releer ahí tu nombre completito, al lado de un símbolo, bajo un emblema cualquiera. Tu nombre, ¡tú!, formando parte de algo más grande, aunque fuese una fotocopia en color plastificada con burbujas, motas y algún pelillo asqueroso, evocando ventajas exclusivas para socios.

Una cartera con muchos carnés, llevabas siempre, en los ochenta-noventa (o quizás hasta hace poco). Te calmaba saber que estabas en cosas, que eras cosas. Socia, lectora, consumidora. Ser socia era ser mucho cuando en todos los demás aspectos de tu vida de prepúber, o eras una barriguitas de manual, o no cabías en el mundo de Los Otros, lo que imaginabas amelocotonado, cálido y proliferante.

Pero tu peso era muy grande como para llevarte sola. Aunque niña, no había más piel disponible para ti que la extensión interminable y cruda de la tuya. No había más abrazo o comunidad que el zumbido nervioso de un estúpido televisor. Bueno, y rosquillas empapadas en productos conservantes (que serían posteriormente prohibidos por el ministerio de sanidad y consumo), de eso también había.

Por la noche, shhh, silencio. Puerta contundente, marrón, lamparones, y tictac durante minutos largos. Gotelé, sordidez acústica, el zumbido de TV1. Tienen prisa los mayores por mirar a fantasmas tecnológicos. Para ti, un vacío neumático y el recuento sicótico de tus carnés. Menos mal que conseguiste aquel flexo y la estantería. Y que podías seguir siendo convocada en aquellos carnés largos que contaban otras vidas más felices: tus libros. Ahí vivías otro rato, te salvabas de un frío en expansión acechando tu tierno siquismo en florecilla.

Largo día pasaste en candidez, de abundancia de cosas, de carencia total de humano y colectivo.  ¿Acaso tú también? ¿Acaso yo?

#Adoptaunaautora: Lili Zografou: Cuestionar Grecia, las griegas, lo feminista y la escritura (I)

 

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En su Ascesis, el poeta griego Nikos Kazantzakis horadó la piedra de su epitafio con los famosos versos: No espero nada/ No temo nada/ Soy libre. 

Libre.

¿Qué coño significa ‘ser libre’?

Como en otros autores místicos, esa falsamoneda semántica de la ‘libertad’ podemos entenderla como la falta siddhartiana de deseo, como conformidad, aceptación, equilibrio… fluir, al fin y al cabo, lejos de las ataduras de la carne lábil y los martirios de la cotidianeidad.

¿Lejos de la lejía, el ajo y el mandil manchado, entonces?

Hay otros poetas y narradores griegos en nómina, algunos incluso con nobel, de los que hemos oído hablar en alguna ocasión y que han tratado, entre otros, grandes temas de la Historia de la Literatura como la levedad del espíritu liberado de la carne contingente. Y claro, a ver, son todos hombres: Kostis Palamas, Papadiamantis, Kavadias, Yorgos Seferis, Giannis Ritsos, Odiseas Elytis, Kavafis. ¿Es que acaso conoces a alguna escritora griega?

¿Va a ser que «libre» y «escritor» se escriben con -o final?

Y me pregunto qué es lo que hace falta para ser libre. Bueno, de entrada, ser. Ser alguien. Luego, tiempo y espacio para pensar en ello. Para ser libre y enunciarlo hace falta que a quienes son como tú no les toque frotar sistemáticamente el váter. Ser libre es estar exonerado de limpiar verdura silvestre para la empanada de la cena. La posibilidad de ser libre solo se da si en la sopa social en la que vives no te corresponde ser caldo exhausto en que algunos crutones flotan plácidos, y acuñan versos ascéticos.

 

Las mujeres griegas son seres intensamente definidos en relación: la madre, la novia, la prometida, la mujer, la hermana, la cuñada, la ahijada, la madrina…  En Grecia la postmodernidad ha pasado sin dejar especial huella en las corazas-género: los roles convencionales del patriarcado se siguen sancionando ampliamente en las generaciones que viven hoy. De hecho, ‘feminismo’ para muchas griegas es esa puta mierda de ideología que hizo que además de llevar la casa y la familia, haya también que salir a trabajar afuera. Muchas mujeres en Grecia tienen que competir en el mundo laboral como sus análogos hombres y además rellenan solas berenjenas con tanto celo como se hiciera en las cocinas-reino de Asia Menor, en aquellos tiempos.

 

Doble y pico su jornada, la de la griega. Cuidando al pachá, no se me vaya a ir, que hay mucha lagarta suelta. Mantener a raya a las vecinas. Sacarse más diplomas. B2 de alemán en tres meses en oferta. Griega: bolsas de plástico de colores, pepinos y calabacines tiernos del mercadillo de los jueves; gritos, aspavientos, lugares comunes, gestos bizantinos. Griega: café glamuroso, cigarrillo rizado, móvil nervioso, ¿los cuernos por facebook cuentan?, le pillé con otra, ay, ropa italiana, depilación de bigote a cachas, guardia en su puerta, vaya cabrón, no me fío nada, escenas, pelis de los sesenta, vocecilla rubia en falsete, ¡por fin! la boda. Griega: violencia obstétrica disparada, madre de padre ausente (en el café o a la bartola), violencia de género silenciada (sí, aún se puede acallar más el grito). Griega: la realidad se puede parecer a una fotografía mate de los sesenta con sofás de lana a cuadros en que una mancha de grasa se va expandiendo y amenaza con tragarte.

 

¿Y qué nos cuentan las griegas cuando por su clase social afortunada encuentran el tiempo y escriben? Lili Zografou, nacida en 1922 en Irakleio, Creta, como Kazantzakis —y muy crítica con su obra, de hecho—, murió en 1998 en Atenas. Ella es la autora que he elegido para participar en el proyecto #Adoptaunaautora, y lo he hecho a causa de la rebeldía que destilan sus veinticuatro libros de novela y relato, incontables artículos y ensayos literarios sobre autores encumbrados —a los que ella se desencumbra rápido— . Rebeldía no solo ante el zafio patriarcado helénic

o y todas su cáscaras, sino ante la sororidad de fogón y ajuar, el feminismo (su feminismo) y cualquier idea preconcebida que no le nazca a ella de la entraña febril, ahumada, en puro pálpito libertario.

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Zografou avanza como una apisonadora de los mandatos de género en sus novelas y textos políticos. Aunque poco a poco esto va cambiando, en Grecia ni ha sido ni está generalizado declararse feminista, y nuestra autora tampoco lo hizo. Sin embargo, como al leerla no cabe duda de que se trata de un surtidor de prácticas y opiniones plenamente feministas, vamos a hablar de «lo feminista» en su obra, lo que nos va a permitir complejizar la poliédrica relación de un país abigarrado y espirálico en sí mismo con el movimiento de emancipación de las mujeres.

 

Zografou, hija del dueño de un periódico local cretense, fue filóloga y periodista, nutrió la resistencia contra el fascismo, dio a luz en la cárcel durante la ocupación alemana, se atrevió a escribir contra la todopoderosa iglesia ortodoxa, se casó tres veces, vivió en París. En sus textos se incencia, se embala, arrambla con todo lo sagrado. No deja títere con cabeza ni en la literatura, donde le gusta desmontar a los mitos (con -o final) de los grandes escritores de su tiempo. ¿Alguna mujer por ahí que se anime a demostrar por qué Vargas Llosa no es un gran escritor? Algo así hacía Lili.

 

Como aperitivo, léasela en las siguientes líneas combinada con un rakí como los que nuestra adoptada se metía para el cuerpo en un kafenío del pueblo (local griego orientalizante casi siempre tomado por el público varón), desafiando la pacata moral de quienes no querían verla tan cómoda en el reino de los hombres:

«Me vais a perdonar, pero a mí la muerte es que me la pela»

«Με συμπαθάτε, αλλά το θάνατο τον έχω χεσμένο» (1)*

«¿Cuántas veces se ha encontrado el ser humano frente a la sospecha de que no son los dioses que tienen que cambiar, sino el sistema?»

«Πόσες φορές βρέθηκε ο άνθρωπος κοντά στην υποψία ότι δεν είναι οι θεοί που πρέπει ν αλλάξουν αλλά το σύστημα;» (2)

 

Frente a la libertad de Kazantzakis, la etérea y leve de quien tiene un andromundo a sus pies y quien le sirva la cena hecha, Zografou dio su propia definición en una revista local. Se trata de una libertad de campaña, una libertad activista, un revolverse dentro del asfixiante traje de mujer, de griega, que se le colocara a hachazos.

«¿Que qué es la libertad, cariño? Pues el derecho a no ser lo mismo, a la disparidad. Y de momento sigue teniendo un coste muy alto.»

«Τι θα πει ελευθερία, αγαπητή μου; Το δικαίωμα στην ανομοιότητα. Και για την ώρα έχει ακόμα μεγάλο κόστος» (3)

De momento nada más… seguiremos reseñándola. Encantada de haberla traído, señora Zografou, feliz de poder resucitarla de la tumba y darle fuego a ese incombustible cigarro suyo. Vamos a ello.

 

* Todas las traducciones son propias y discutibles
(1) http://magazen.gr/2014/10/02/16-chronia-choris-ti-lili-zografou/
(2) https://afigisizois.wordpress.com/2013/09/15/
(3) https://www.facebook.com/groups/73417051535/

La rutina de M.P.

000763240Como cada día, M.P. se despertó en su covacha. Se giró hacia la izquierda torpemente, estiró un brazo blando, gomoso, y cogió el libro de la mesilla que le pareció que tenía la portada más firme. Tras leer novela un rato, miró la hora, y puso el despertador unos segundos más tarde. El cacharro sonó y entonces su cuerpo se levantó descoyuntado y adentró en el cuarto de baño para recomponerse.

Al cabo de una hora (y unas cucharadas de café y tostadas de pan con aceite mojadas en chocolate denso), M.P. salió a la calle muy abrigada para ir a trabajar. De camino, reflexionaba sobre cuál era la tarea que debía priorizar ese día. Bajando al metro, se dio cuenta de que urgía hacer inventario de virtudes de las niñas contestonas, escribir las instrucciones de uso de la empatía los sábados y seguir dándole vueltas a las bases teóricas de la revuelta contra el kiriarcado. Así que recorrió el andén de punta a punta, subió las escaleras y emprendió el camino de regreso a su covacha.

Se pasó el resto de cada día sentada en la butacona naranja, concentrada, feliz y tratando de no ser picada por las avellanas sin cáscara. Escribía y leía, le pintaba las uñas a los libros viejos y aplicaba protector solar a los nuevos, y para descansar la vista, a ratos se ensoñaba mirando el poster colgado con cuatro chinchetas rojas frente a su escritorio. La imagen reproducía con relativa fidelidad la covacha libresca de M.P., y la incluía a ella mirándose a ella, solo que la del poster tenía una pose como de estar bailando algo arrumbado.

Luego refrescó el tuiter, y no le hizo ascos a unas berenjenas de temporada que se comió en su tinta y al punto de sal.

Desde el estómago de la bestia

Cientos de lomos de todos los colores, suaves, rugosos, locales e importados, con grandes o pequeñas letras, romances, helénicos, escandinavos o anglosajones… el batallón de libros que orgullosamente arrastro por los aeropuertos tiene históricamente en su mayoría una cosa en común: han sido escritos por hombres. Por personas leídas socialmente como hombres y que viven y escriben desde esa ventajosa posición. Solo cuando los estudios de género entraron en mi vida comprendí, y me puse a completar mi biblioteca con voces que llegan de la cara oculta de este mundo que, mal que nos pese, está estragado por la estructura funesta de lo binario.

Es un agravio a la inteligencia que consumamos tantos textos tejidos desde ahí, los consideremos glorias nacionales y se los empujemos gaznate abajo a las y los jóvenes durante la escolarización. Esos hombres que escriben tanto, y que también son blancos, presumiblemente heteros y de occidente, dictaminan desde la atalaya del guardián, no tienen más que mirar hacia abajo para ver y contar historias desde su espacio de comodidad social. Pero, aunque nos usen en sus relatos, no nos están contando. Es una observación y reconstrucción irresponsable, la de quien no se mancha, la postura de Jep Gambardella (La gran belleza, Sorrentino, 2013) caminando garboso por Roma con las manos tras la espalda y mirada jocosa como quien no se juega ni pierde nada en la podredumbre de alrededor que se va cayendo a pedazos.

¿Es así que acaso solo los colectivos bajo la arquitectura de la opresión tengan algo que decir? No de forma rotunda, pero desde luego, si buscamos aproximarnos a condiciones de verdad en los mensajes que consumimos, más pistas nos dará quien en la realidad lucha a brazo partido para expresarse que quien se aprovecha de sus privilegios al tiempo que los invisibiliza con diferentes trucos expresivos. La verdad estará en quien no gana nada en ocultarla.

La lengua y la cultura son el  mejunje resultante de cientos de años de costumbres repetidas, las personas estamos tan inmersas en ambas que no es fácil verlas actuar.  A modo de paisaje opresor, sus mecanismos de reproducción son invisibles, como cuando en el cine alguien apaga la luz y solo podemos fijarnos en la pantalla, siendo cautivadas por la narrativa que en ella se despliega y olvidando quiénes son quienes se sientan a nuestro lado, y qué les pasa.

En Sant Jordi, en la Feria del libro, en las lecturas de verano… el resto del año, por qué no, elijamos textos que busquen verdades, libros sacados adelante por mujeres, personas que den cuenta de su posición según se escriben y no nos engañen con fanfarrias dirigidas a cegarnos y conservar intacto el orden social. Porque quién quiere seguir escuchando al domador cuando podemos leer relatos que llegan directamente desde el estómago de la bestia.

Abriéndome de coño con alegría

Así es como quiero que sea mi parto. Para ello estoy construyendo una cabaña de luz en mi cabeza que palpita al mismo ritmo al que lo hace mi útero preñado y feliz. Voy llenando mi cabaña de palabras, imágenes, indicios de la certeza de que otro parto es posible. Me tejo con ovillos rojos de vida mi telón de fondo para parir, hilvano músicas, las bailo, corto fotos y las pego, sueño con la bendición de Madres que me acaricien, contengan y apoyen. En las que reposar de tanto trabajo como es volverme orilla de tierra firme para el oleaje del mar de Atreyu.

Las mujeres de mi entorno no me están ayudando casi nada. Ponte la epidural. Ponte, ponte, ponte la epidural. O parirás con dolor. El parto duele. El parto te parte. Ginecólogo. Tocólogo. Médico. O. O. O. Cuánto pesas. Cuánto queda. Cuánto tienes por comprar todavía. El parto no importa, lo que realmente te cambia es lo de después. Hospital. No aguanto. Es horrible. No sabes lo que puede pasar. Las complicaciones que tuvo mi prima. ¿En serio quieres parir con dolor? No eres más madre, más feminista ni más nada por no drogarte. Drógate. Quítate de enmedio. Piensas demasiado. Lo bueno es que se pasa y punto.

Menos mal que están esas otras, las que aunque no sean de cuerpo han tenido la generosidad de ser palabra: Casilda, Victoria, María, Debra, Ibone, Cira, Mónica, Ina May, Anna, otras. Gracias, mujeres formando en el batallón de la fuerza, la creencia, la devoción en lo uno pero diverso, lo propio, lo que gesta con alegría y puede, es, debe tener lugar. Gracias por creer en mí.

Dos novelas

…que han escrito dos mujeres mediterráneas y que esta mujer de aquí ha leído últimamente en sus horas de fatiga corporal intensa. Dos novelas que condenan a sus muchas mujeres bien a la vida rugiente, bien a la muerte silenciosa y vil entre letras malheridas y orgullosas.

«La amiga estupenda» es un título ortopédico, malo como pocos. Hacen falta muchas reseñas y recomendaciones para superarlo y decidir hacerse con el libro. No es el adjetivo adecuado, que además iría más bien antepuesto; me rechinaba.

Pero fue en alto que proferí «¡hooostias!» cuando lo acabé, rendida a la trama, embebida en el clímax con el que se deja la historia en suspenso, y sobre todo… a las mujeres que aparecen en ella. Lenuccia, Lila, pero también Galiani, Oliviero, Melina, Marisa, etc., son mujeres arrancadas a la vida. Tanto los personajes como el ambiente que los constriñe y abraza están magistralmente construidos, pero al fondo de la narrativa, lo crucial es que esas mujeres arrastran consigo la verdadera contradicción palpitante que radica en cada una de nosotras al retorcerse dentro del uniforme de fémina que nos ponen al llegar al planeta. Hay vida y muerte, hay sueño y tempestad, hay valentía y miedo, fe de amiga y dolor de amiga. Fluyen el licor de la humanidad en prácticas y de lo femenino que revienta las costuras de su género constrictor.

«Madre e hija» de Jenn Díaz ha sido también muy publicitado en estos tiempos. Y desde luego la virtud narrativa es indudable. Pero me rugen las tripas con indignación al terminarlo. Las mujeres de Díaz están muertas. No hay tiempo ni lugar que las reduzca y de hecho se habla de «las múltiples versiones de los femenino», de «modelos de mujer», y yo me extraño y me digo… ¿cuántas probabilidades hay de que de entre casi diez mujeres ninguna se rebele ante su extraño sino de penumbra y hostilidad de fregona? Hombres y hombres, y más hombres, esperas, cementerios, chismorreos, no saber amar a la otra, odio cainita entre hermanas, re-sig-na-ción, cruces, soledad, tinieblas. Las mujeres de de Díaz son mi abuela diez veces.¿Por qué pensará así de nosotras? ¿Dónde estamos las otras, las que no apechugamos? ¿Qué te hemos hecho, Jenn, que no nos ves?