Vivimos mal

Vivimos incorrecto, feo, inadecuado. Vivimos de forma contraria a como la vida se vive para merecer ser vivida. De forma contraria a nuestros intereses. Vivimos carente, enfermo, mutilado, triste, esquilmado. Vivimos mal.

 

Los problemas. Echa un vistazo. Millones de personas metidas en cajas individuales con su ración de cena procesada, envuelta y procesada para el consumo directo. Historias de vida como bandejas de avión. Todas separadas, asépticas, cámaras de aire debidamente plastificadas. Y, sin embargo, todas iguales, idénticas, casi sin margen de variación (incluso el huevo duro de la ensalada es siempre la parte más ancha, gracias a los huevos cilíndricos de laboratorio). Así son también nuestros problemas. Siempre los mismos, todo el mundo igual. Pero como no nos miramos, no nos damos cuenta de que somos miserablemente gemelas. Y no nos organizamos para paliar el dolor. Abuso. Soledad. Falta de sentido. Contradicciones. Ansiedad. Disonancias cognitivas. (No puedo seguir dibujando la mugre que nos está escalando por las piernas, que hoy me rompo.)

 

Los deseos. Alerta. Estamos obligando a las criaturas a no ver más allá de sus deseos. Les escamoteamos las herramientas que necesitarían para estar bien, y en equilibrio. Por culpa de la nociva cultura neoliberal, y de sus mayores, muchås niñås son un «quiero» constante. Un quiero que no cesa, que muta, consume, maltrata, agota. Ahora dame esto, aquello, lo de más allá. Azúcar, azúcar, fritos, azúcar, tecnología, procesados sin fin. Porque quiero, porque me gusta. Porque sí. Cada día. Porque así te dejo en paz. Lo niño como una subjetividad deseante y consumidora y lo adulto como proveedor constante y sometido cuyo deseo es que la criatura en cuestión le dé, al fin, un momentito de tregua.

Así se adoctrina desde la infancia en el deseo como valor supremo, como regulador de relaciones humanas (de poder). Justo lo que necesitábamos para un sistema en que la moral se acuña a imagen y semejanza de los deseos de los dominantes. Como ellos desean, los relatos se amoldan: los cuerpos se vuelven mercancías, las relaciones se vuelven comercio, la vida se vuelve commodity con valor de cambio.

No estamos haciendo de lås niñås  pequeñås dictadorås, como se suele decir, sino pequeñås capitalistas. ¡Bonita va a ser la sorpresa que se van a llevar cuando vean que en este mundo-escaparate no hay ya caramelos suficientes para satisfacer el ansia inagotable de tantås!

 

La oscuridad. Me hacía gracia, cuando estudiaba, eso de que la Edad Media había sido una época de oscuridad, tiempos lóbregos de ignorancia y confusión reinantes. Me imaginaba a sus habitantes cegados, como topillos, con los brazos por delante tratando de no golpearse contra los muros de las catedrales góticas. Ahora ya sabemos, gracias a Federici, que la historia fue bien otra. Y, sin embargo, me da la impresión de que sí pueden existir tiempos sombríos, opacos, y que, desafortunadamente, estamos precisamente en ellos, por tres razones:

  • La gran mayoría de personas no ve las conexiones entre los fenómenos de la realidad y por tanto actúa de forma incoherente (tiene ideas ecologistas pero consume irreflexiva e innecesariamente, por ejemplo)
  • Los discursos hegemónicos, que nos llegan todo el rato, por todas las vías, que escuchamos y que nos creemos, mienten sobre quiénes somos, qué necesitamos y cómo hemos de relacionarnos
  • (La tercera me da miedo, hoy no, por favor…)

 

Pero no todo está perdido, sin embargo: nos leemos, nos escribimos, y construimos juntas espacios emocionales, intelectuales, corporales, de resistencia y vida vivible. Para reflexionar, dejo tres principios que transito para curarle las pupitas a lo que de materia viva y palpitante aún nos queda sin achicharrar:

– Si se compra o se tiene, no es la solución al problema

– Si no te permite mutar, no es para ti, no te quedes

– Si les viene bien a Ellos, lo más posible es que no te convenga a ti

3 palabras-trampa por las que se nos escapa la vida

Si Todo El Conocimiento tuviese que reducirse a una sola cita literaria, yo elegiría esta de Lewis Carroll:

“Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”

 

Y es que lo realmente importante no es tanto lo que las palabras (sí, esas que estructuran nuestro pensamiento, nuestras emociones y relaciones sociales) denotan, es decir, «significan oficialmente», sino qué connotan, qué circuitos activan al ser usadas, qué efectos tienen en nuestra psique, nuestro espíritu, nuestra materia corporal. Qué nos imaginamos al visualizarlas y qué frutos fertilizan al posarse en un surco abonado de nuestra mente. Esa capacidad de movilizar de las palabras está a veces secuestrada por fuerzas de lo oscuro que nos mandan la vida desagüe abajo y de las que es preciso liberarse, relenguando.

I

Por ejemplo, la palabra carreraHemos dejado de hablar del empleo o el puesto de trabajo para hablar de «mi carrera». ¿Qué consecuencia inmediata trae esto?  Que la profesión deja de tratarse de algo que tengo-que-hacer-si-quiero-comer, con la que tengo una relación más o menos conflictiva (y en ese espacio de negociación se nutre la dignidad, pues nos permite seguir siendo personas aparte de trabajadoras), y que representa únicamente una porción de mi tiempo y mi identidad. El trabajo (que viene del latín tre-palium, un instrumento de tortura con tres palos) ocupa una parte del día y después termina, es un compartimento, una parte de la vida. La carrera, sin embargo, es la vida. Transmite la idea de pista que se desenvuelve frente a mí, por la que he de ir corriendo, coleccionando hitos, que me acerquen más y más a la cima del éxito. El trabajo es uno de las diversas esferas de mi estar en el mundo, sujeto a visicitudes y solo a veces en armonía con mis proyectos e ilusiones; por contra, la carrera es subjetividad, da cuenta de mi valor de cambio y se convierte en la fuente de legitimidad de mi existencia.

El problema de esta visión es que deja fuera adrede todas las realidades socioeconómicas que podrían hacer que la vida laboral/profesional de una fuese inestable, cíclica, irregular o incluso inexistente. Al identificar el trabajo asalariado con la esencia misma de la vida y negar la posibilidad de que los logros o fracasos profesionales puedan depender de factores ajenos a la propia voluntad, se consigue que la humanidad se autoimagine silenciosamente como fuerza de labor autoexplotada, desempoderada, desactivada. Si algo va mal es porque yo no estoy cuidando mi carrera lo suficiente: ese es el mensaje. Trabaja más, piensa más en el trabajo. Neoliberalismo puro y afilado.

II

Otro término que me rechina es el de mujer independienteque tiene algo de oxímoron. No es necesario abundar en lo crucial de que las personas no sean sometidas unas a otras por vía de la dependencia económica, de ahí que consejos bienintencionados nos insistan en que trabajemos para no depender nunca de un tío. Y dicen bien. Sin embargo… ¿qué imagen dibuja esta expresión? Una mujer sola, volcada en su carrera, con poder de consumo, que en algún momento quizás querrá tener marido e hijos. De nuevo todos los elementos que alimentan la rueda del capital: individualidad, consumo, poder. Pero es que la individualidad es una fantasía. No funcionamos atómicamente, sino en comunidad orgánica. El grupo y los intercambios no interesados son necesarios para nuestra salud mental, espiritual, física.

Por tanto, hablemos mejor de personas autónomas (del griego «de propia ley»), para así señalar que rompemos con  las estructuras de la familia patriarcal jerárquica, con esposas y vástagxs como anexos de un varón sustentador, pero sin dejar de lado el universo de lo relacional, los cuidados, las vulnerabilidades y las dependencias que, queramos o no, son lo que existe, lo que nos hace desarrollar la vida en condiciones saludables y salvaguardar la dignidad.

III

Tanto en la carrera y en el mercado, en la vida cultural y en las relaciones se dice mucho ahora que actuamos bajo el influjo de la  libertad. Pues mira, no. Últimamente, cuando alguien usa esa palabra en un debate sobre prostitución, alquiler de vientres, princesismo, migración… o cualquier otro tema candente relativo a cómo tratamos a los cuerpos, me imagino a la persona sobre la que se habla, con sus harapos, sus pañales, comoquiera que ande por el mundo y cualesquiera sean sus circunstancias, sentada en un pequeño trono, con una corona de chapa, disponiendo a derecha e izquierda sus caprichos a una pequeña corte que corre atorada a cumplirlos indefectiblemente.

El refugiado era libre de dejar su país. La maltratada eligió libremente volver con él. Las niñas quieren ir vestidas de rosa. Nadie. Le. Puso. La. Pistola. En. La. Cabeza. Pues mire, sí. La pistola en la cabeza se llama cultura, contexto, presión social, falta de opciones, ignorancia, desigualdad sistémica, indefensión aprendida, hambre, necesidad. La necesidad le arranca las patitas a la libertad de cuajo. Cuando no hay opciones o estas no son conocidas o están silenciadas: no, no hay libertad.

Ya vale de frivolizar. El uso derechizado de este concepto es de una crueldad pasmosa. Asumamos que la palabra nos la han robado. De hecho es que está incluso en el nombre del sistema injusto en que vivimos que imposibilita, precisamente, el acceso a la libertad ontológica para muchas personas en beneficio de otras que fabrican su poder a costa de masas desempoderadas. Hablemos para nuestras luchas de emancipación (del latín: quitar de las manos), una herramienta que visibiliza la opresión y permite, por ello, la ilusión (previa al hecho) de revocarla.

Imaginarnos a nosotras mismas como muñecas de papel troqueladas, recortadas del librillo, con una carrera que coronar y muchas elecciones libres por delante es una falacia. Es falso. Es una oración que nos hacen memorizar porque no les beneficia más que a ellos, a quienes nos sacrifican como astillas a las hogueras de donde emana, gaseosa, la aparente legitimidad de su dominio. Basta. Barramos como hojarasca las palabras-trampa para lograr vernos como lo que somos: criaturas desnudas y tiernas cuya ambición máxima es vivir acurrucadas y en equilibrio con el ambiente y los recursos del entorno del que formamos parte.

 

En próximas entregas:

  • La moral no es solo cristiana
  • ¿Es Hitler El Mal?

El yo precocinado

Recibí uno de estos días en mi buzón una de esas respuestas comerciales en que hay que marcar una casilla al lado de una entusiasta frase escrita en primera persona, del tipo «sí, deseo que me envíen la oferta bla bla bla, y acepto recibir bla bla bla» y luego mandar el tarjetón por correo. Me pareció bastante retrocutre y me puse a pensar en todas esas veces en que enunciamos algo sin haber realmente comunicado, en que el mensaje que mandamos no lo hemos elaborado nosotras. En eso que pasa cuando suscribimos, firmamos, pero realmente no hemos dicho. O cuando no hay acto de expresarse pero sí que estamos comunicando algo previamente proyectado por otra persona o entidad.

 

Y es que es esta una sofisticada perversidad comunicativa de consecuencias incalculables. Véase sino lo que ocurre con los contratos mercantiles, laborales, en que nuestras opciones de meterle mano a la redacción del texto son prácticamente nulas pero sus efectos sobre nuestras vidas, inmensos. También pasa con las encuestas. Con las recogidas de firmas. Con los clics y las cuquis y los likes… (¿no estará casi toda la internet basada en esta enunciación predeterminada?)  Y en sangrante última instancia, es lo mismo que sucede con las papeletas electorales, los diplomas, las constituciones y las leyes y fronteras que amenazan la autonomía de nuestros cuerpos y mentes.

 

En todos estos textos y artefactos, es el yo que se expresa (y que quedará para la posteridad), pero qué yo. Una subjetividad que solo contiene un recuerdo fantasmagórico de realidad vital, de alimento. El resto es un mejunje de aceite de palma, azúcares, químicos venenosos. Elementos no nutricios que se añaden para conservar y comerciar a gusto. Que corrompen. De nuevo, la lengua y sus actos escondiendo fuentes de poder entre sus enaguas. El poder y la ideología hegemónica hacen de las personas lo mismo que la industria «alimentaria» hace de la comida-vida para convertirla en basura.

 

¿Cuántos discursos emitimos cada día desde nuestro cuerpo y nuestra experiencia soberanas? ¿Cómo de a menudo nos expresamos genuinamente? ¿Qué espacios y tiempos nos permiten hacerlo? No todo es expresar desde lo propio, me dirás, también hay que hacerlo desde lo colectivo. Sí, pero estamos en las mismas… ¿cuántas de nosotras, cómo y a qué precio creamos discurso colectivo no precocinado? ¿Tenemos tiempo, energía, habilidad y paciencia para consensuar manifiestos, artículos y otros textos conjuntos en movimientos y asociaciones?

 

Si se lleva al extremo, un claro ejemplo de enunciado en que ponemos nuestra firma sin apenas leerlo es la lengua en sí misma. Las palabras y las estructuras en que las engarzamos arrastran arena, gravilla (y rocas y montañas) que asaetean nuestra conciencia y nuestras emociones sin que nos demos cuenta de ello. Y no hay tiempo para desatar los nudos de cada red semántica a cada paso; sin embargo, estamos llegando a un estado de manipulación mediática tal, que quizás sea ya un acto de irresponsabilidad extrema para las personas letradas no andar con pies de plomo en su consumo actual del lenguaje corriente.

 

Se me ocurre la recientemente acuñada turismofobia, una palabra imposible para la lógica del español que sin embargo parece haberse aceptado sin mediar reacción popular. Las fobias, que son término griego para expresar miedo, rechazo, lo son en la medida en que aquello que tememos no justifica en sí mismo la reacción temerosa. Es decir: -fobia acompaña a ideas que no dan miedo ni deben generar rechazo de por sí. No tendría sentido decir asesinatofobia o crueldadfobia o tsunamifobia porque se entiende que lo malo genera sentimientos negativos en sí mismo.

 

De ahí que sean solo conceptos sin valor negativo los que pueden generar palabras con este sufijo: xenofobia, homofobia, fotofobia… Por eso, usar turismo en esta palabra es eliminar de un tajo la posibilidad de que lo consideremos fenómeno indeseable. Llamarle turismofobia al cuestionamiento de una industria-apisonadora que machaca la convivencia y los recursos naturales y culturales de un lugar donde tratan de pervivir comunidades es quitarnos el derecho a cuestionar. Es quitarnos el derecho a creer que nuestras vidas puedan tener más valor que sus comercios. Es arrebatarnos mucho de un solo golpe.

 

Pero estamos este curioso momento histórico en que un machuno de izquierdas puede pontificar en un espacio 15M (sin generar reacción pública alguna en el auditorio) que el feminismo, como todos los -ismos, es una ideología que genera masificación y falta de pensamiento crítico. No sé entonces cómo se las entenderá ese buen activista con el onanismo, el bruxismo, el lirismo o incluso el analfabetismo, que a juzgar por su perezrevertismo impune, nos acecha irremisiblemente.

Dolor explicado

Traemos al mundo y criamos a la infancia de forma irresponsable. Maltratamos a la gente pequeña, la humillamos, le inculcamos moral de esclavo y pánico al abandono, no la aceptamos como es ni le damos espacio y tiempo para autorregularse. La deshumanizamos. La destrozamos.

Educamos en desigualdad estructural, violencia patriarcal y racismo. Mojamos las madalenas del desayuno en posverdad cada mañana. Dejamos el velo sin rasgar, vivir el día a día en esta realidad es aprender a comulgar con ruedas de molino y hacer como si tal cosa. Nada podrá justificar nunca que los gobiernos ignoren la pobreza infantil. No habrá perdón para el abandono de la gente refugiada y migrante. Vivimos en estados asesinos.

Toda nuestra existencia se basa en hacer como si hubiera un otro al que colonizar/del que defenderse, pero es que cada vez menos hay un nosotros. No hay familia, no hay barrio, no hay sino individualidad consumista. Todo lo colectivo ha sido privatizado y monetarizado. Lo que creemos que es vida social, festividad, cariño… es solo el rédito del interés de algún inversor. Por ejemplo, de nosotros mismos rentabilizando nuestro capital social.

Tenemos miedo a ser porque no nos sostenemos a nosotros mismos y los medios de comunicación nos revientan la mente a pánico. Nos aferramos a mitos cualesquiera porque no tenemos conocimiento auténtico (lo secuestraron) ni sensación de control (vulnerabilidad aprendida). El mal que fabrican los media nos calma, porque nos recuerda que esos estereotipos sobre el otro que habíamos aprendido de una crianza y una educación negligentes son verdaderos. Es verdad que hay un otro y es malo y viene a por mí, ergo, yo, que no sé muy bien quién soy ni qué deseo, soy bueno. Apañada lógica binaria.

Y así se nos pasa la vida.

Me duele mucho. En esta maquinaria de explotación y tortura que habitamos, no sé cómo colocar el profundo amor puerperal en carne viva del que estoy transida.