(Ad)mirarnos I

En este presente nuestro, estamos imantadas por la responsabilidad de crear una nueva cultura posible. Una cultura cíclica, menstrual, feminista (no anti-)maternal, antirracista y decolonial; una cultura del cuidado y la salud ecológica de los seres y su entorno, una cultura que ponga en el centro la vida, una que merezca la alegría ser vivida… para todos los organismos de la tierra. Somos las artífices de una nueva forma de interrelacionarnos en que la jerarquía de seres —unos privilegiados siempre y vociferan, otros mueren silenciosos entre estertores de miseria—, va a pasar a las catacumbas de la historia.

La justicia horizontal e igualitaria no es todavía tónica en nuestras relaciones, estamos en proceso de reinvención y partimos desde una mochila verdaderamente sórdida. Nuestras propias prácticas, ideas y aproximaciones están impregnadas de jerarquías y heterarquías, afectos cuestionables, enredos de palabras ajenas que ocultan tejido enfermo y proliferante. Pero hemos de sernos francas y pacientes: poco a poco sanamos en colectiva la herida trágica del kiriarcado. No debemos ser duras con nosotras mismas, pero tampoco cejar en el empeño de restituir la posibilidad sana de la existencia terrícola.

Es sabido que las relaciones entre cuerpos vulnerabilizados también pueden tender a espejear violencias sistémicas. Y es que no es que vivamos en un sistema que lastra violencia clasista, sexista, racista, especista, adultista, etc., sino que nos tambaleamos en el corazón de un sistema basado en  la división jerárquica de los seres. A imagen y semejanza de la matriz de sentido a la que pertenecemos, a menudo nos guían impulsos que la reproducen. Las )»izquierdas»(, las )»feministas»(, las portadoras, en fin, de un nuevo mundo de cooperación y alegría no debemos perder demasido tiempo en guerrear con enemigos ajenos: la lucha primera y última, el alfa y omega de nuestro deseo político de liberación consiste ni más ni menos que en sacarnos de dentro la ideología del dolor que nos consume.

Taxidermia y canibalismo

 

Vivimos tiempos de canibalismo burocratizado.

Nos estamos comiendo unos a otros la cara interna de los órganos del cuerpo. Roemos poco a poco la carne que está a la sombra y dejamos solo la cáscara vacía de lo que una vez fue un músculo, una nariz, un hígado. El latido de lo orgánico no es sino un efecto acústico y luminoso. La impresión de que la sangre corre se consigue con unas gráficas en 3D. Parecemos personas vivas, pero nuestra corporalidad tiene la consistencia de un lámpara de papel de globo.

Y a más vulnerabilidad, más ternura. Más tierno el bocado, quiero decir.

Nos negamos en nuestra esencia hasta vaciarnos por dentro, como se hace con los animales que se van a disecar. Nos lavamos químicamente el espacio que queda más allá del envés de la piel y aplicamos bórax, sales, alcoholes, para producir la asepsia. Una vez desvitalizados al máximo, procedemos a la taxidermia propiamente dicha. Nos rellenamos con el poliuretano, la escayola o la fibra de vidrio que nos harán parecernos a la única imagen asignada en que la culturanda (cultura+propaganda) nos permitirá ser visibles y aceptables en sociedad.

Ls niñs. Qué ls estamos haciendo. Rompemos vínculos primales sin conocer realmente las consecuencias de esto, vendemos, manipulamos, juzgamos, maltratamos, exponemos personitas como si fueran trofeos. Las adquirimos como complementos de moda para no resistirnos al mandato social (ahora que hay tanta información y vías de comunicación disponibles y podríamos construir juntas las resistencias). Y no solo queremos «tener un hijo» que nos complete socialmente como un outfit, sino que además es que «quiero algo mío», que para eso ha avanzado tanto la técnica. Espeluznante la falta de horizontes éticos de nuestra subjetividad clientista.

Ejercemos como mapadres desde lo antiautoritario, desde la reacción. Y sin embargo, nos comportamos de forma increíblemente autoritaria, pero en versión edulcorada, lo que es mucho más difícil de afrontar para las sufridas personas en formación que dependen de nosotres. Nuestra envolvente es más agresiva que la de los padres y madres autoritarios de antes. Antes quedaba la opción de rebelarse. ¿Qué les queda ahora?

Así es como estamos tratando a la infancia. Analícese qué opciones (de esa mentada elección personal por la que se supone que todo lo hacemos) existen para cada uno de los aspectos de la vida de ls niñs para poder crecer como seres autónomos, sanos, íntegros y capaces de desenvolverse más allá del espacio social mercado-

  • Te llevo hasta los siete años en carrito, para que no decidas cómo te mueves ni adónde. Desde que naciste, has pasado de hecho la mayor parte de tu tiempo de vida en el interior de artilugios (en diversas formas y calidades de plástico) concebidos para coartar tu movimiento en libertad y tu propio ritmo.
  • Te coloco pantallas delante para comer, para entretenerte, mientras te baño… para que no seas dueño/a de tu atención. Para que no molestes, en fin, para que no seas, para que no experimentes;  te vuelves un mero medio para que yo alcance mis objetivos de rendimiento identitario mapaterno (por ejemplo, que comas). Te convierto en una muñeca de trapo que puedo accionar cómodamente. Eres mi furby, mi tamagochi.
  • Te comparo con estándares externos y valoro el nivel de aceptabilidad de tu organismo y tu actuación. Desde tu peso al nacer hasta tus resultados académicos, día tras día, año tras año. Eres objeto de la comparación y el escrutinio constante. No-hay-escapatoria-ni-descanso.
  • Te expongo sin defensa posible al mercado y sus artimañas, en las tiendas, en las pantallas. Caes en las redes de la publicidad. Después, me hago el sacrificado cuando tengo que comprarte lo que tú quieres. (Obtengo placer oculto en verme como artífice de la satisfacción de tus caprichos).
  • Te pregunto diez millones de veces al día qué quieres. Ha de quedarte claro que aquí lo importante es la demanda, para que yo pueda performar como entidad a cargo de actualizar la oferta.
  • Te cargo con mis problemas emocionales, espero de ti que sepas gestionarlos. Estoy llena/o de culpa. Perdóname. Concédeme el perdón. De ti depende.
  • Te pido permiso para hablar con mis amigas o dedicarme a algo que no seas tú en un momento dado, ¡como si tú tuvieras que ponerme los límites a mí!
  • Te critico todo lo que puedo ante terceros, también delante de ti.
  • Tienes un programa constantemente repleto de actividades y jornadas llenas de desplazamientos. ¿Quedarnos en casa? ¿Quién querría eso? No te permito aburrirte, que para algo soy una buena mapadre.
  • No te expongo a materiales de la naturaleza ni herramientas básicas humanas, sino que te doy directamente alta tecnología, para que no entiendas nada, para que no sepas relacionarte con el mundo que te rodea si no es por mediación ajena.
  • Te hago vivir en un cuarto hasta arriba de objetos de plástico diseñados y fabricados por adultos que no conocemos, que no te conocen. No te dejo fluir con el espacio, crear, participar de la vida siendo su coautor/a.
  • Te impongo desde muy bebé horas de imágenes y narrativas audiovisuales que supongo que te gustan. No estudio los posibles efectos que la imposición de mundos fantaseados por adultos (que no son tu mundo) pueda tener en el desarrollo de tu propia imaginación y tu relación con tu entorno. No estudio los efectos políticos de la pasividad aprendida.
  • Asumo que como eres (leída como) una niña, tienes que ser sometida al programa socializador rosa. Dejo que cualquier persona, aunque no tengamos vínculo emocional con ella, te trate de forma que se refuerce el aprendizaje de tu único rol posible en sociedad: la princesa
  • Asumo que como eres (leído como) un niño, tienes que ser sometido al programa socializador azul/verde militar. Dejo que cualquier persona, aunque no tengamos vínculo emocional con ella, te trate de forma que se refuerce el aprendizaje de tu único rol posible en sociedad: el guerrero/líder sin escrúpulos
  • Asumo que mientras dure tu infancia, tus gustos quedan abarcados en el menú infantil de las franquicias y la miríada de objetos de dudosa catadura moral que ofrecen las jugueterías modernas con el fin de entretener y «educar».
  • Te jodo la salud (el equilibrio hormonal) a base de un derroche incesante de azúcar y procesados.

Y es que resulta que esto de ser mapadre iba de eso, de ser yo algo. Allá te las apañes tú, criatura, con el espacio que eso te deja.

3 palabras-trampa por las que se nos escapa la vida

Si Todo El Conocimiento tuviese que reducirse a una sola cita literaria, yo elegiría esta de Lewis Carroll:

“Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”

 

Y es que lo realmente importante no es tanto lo que las palabras (sí, esas que estructuran nuestro pensamiento, nuestras emociones y relaciones sociales) denotan, es decir, «significan oficialmente», sino qué connotan, qué circuitos activan al ser usadas, qué efectos tienen en nuestra psique, nuestro espíritu, nuestra materia corporal. Qué nos imaginamos al visualizarlas y qué frutos fertilizan al posarse en un surco abonado de nuestra mente. Esa capacidad de movilizar de las palabras está a veces secuestrada por fuerzas de lo oscuro que nos mandan la vida desagüe abajo y de las que es preciso liberarse, relenguando.

I

Por ejemplo, la palabra carreraHemos dejado de hablar del empleo o el puesto de trabajo para hablar de «mi carrera». ¿Qué consecuencia inmediata trae esto?  Que la profesión deja de tratarse de algo que tengo-que-hacer-si-quiero-comer, con la que tengo una relación más o menos conflictiva (y en ese espacio de negociación se nutre la dignidad, pues nos permite seguir siendo personas aparte de trabajadoras), y que representa únicamente una porción de mi tiempo y mi identidad. El trabajo (que viene del latín tre-palium, un instrumento de tortura con tres palos) ocupa una parte del día y después termina, es un compartimento, una parte de la vida. La carrera, sin embargo, es la vida. Transmite la idea de pista que se desenvuelve frente a mí, por la que he de ir corriendo, coleccionando hitos, que me acerquen más y más a la cima del éxito. El trabajo es uno de las diversas esferas de mi estar en el mundo, sujeto a visicitudes y solo a veces en armonía con mis proyectos e ilusiones; por contra, la carrera es subjetividad, da cuenta de mi valor de cambio y se convierte en la fuente de legitimidad de mi existencia.

El problema de esta visión es que deja fuera adrede todas las realidades socioeconómicas que podrían hacer que la vida laboral/profesional de una fuese inestable, cíclica, irregular o incluso inexistente. Al identificar el trabajo asalariado con la esencia misma de la vida y negar la posibilidad de que los logros o fracasos profesionales puedan depender de factores ajenos a la propia voluntad, se consigue que la humanidad se autoimagine silenciosamente como fuerza de labor autoexplotada, desempoderada, desactivada. Si algo va mal es porque yo no estoy cuidando mi carrera lo suficiente: ese es el mensaje. Trabaja más, piensa más en el trabajo. Neoliberalismo puro y afilado.

II

Otro término que me rechina es el de mujer independienteque tiene algo de oxímoron. No es necesario abundar en lo crucial de que las personas no sean sometidas unas a otras por vía de la dependencia económica, de ahí que consejos bienintencionados nos insistan en que trabajemos para no depender nunca de un tío. Y dicen bien. Sin embargo… ¿qué imagen dibuja esta expresión? Una mujer sola, volcada en su carrera, con poder de consumo, que en algún momento quizás querrá tener marido e hijos. De nuevo todos los elementos que alimentan la rueda del capital: individualidad, consumo, poder. Pero es que la individualidad es una fantasía. No funcionamos atómicamente, sino en comunidad orgánica. El grupo y los intercambios no interesados son necesarios para nuestra salud mental, espiritual, física.

Por tanto, hablemos mejor de personas autónomas (del griego «de propia ley»), para así señalar que rompemos con  las estructuras de la familia patriarcal jerárquica, con esposas y vástagxs como anexos de un varón sustentador, pero sin dejar de lado el universo de lo relacional, los cuidados, las vulnerabilidades y las dependencias que, queramos o no, son lo que existe, lo que nos hace desarrollar la vida en condiciones saludables y salvaguardar la dignidad.

III

Tanto en la carrera y en el mercado, en la vida cultural y en las relaciones se dice mucho ahora que actuamos bajo el influjo de la  libertad. Pues mira, no. Últimamente, cuando alguien usa esa palabra en un debate sobre prostitución, alquiler de vientres, princesismo, migración… o cualquier otro tema candente relativo a cómo tratamos a los cuerpos, me imagino a la persona sobre la que se habla, con sus harapos, sus pañales, comoquiera que ande por el mundo y cualesquiera sean sus circunstancias, sentada en un pequeño trono, con una corona de chapa, disponiendo a derecha e izquierda sus caprichos a una pequeña corte que corre atorada a cumplirlos indefectiblemente.

El refugiado era libre de dejar su país. La maltratada eligió libremente volver con él. Las niñas quieren ir vestidas de rosa. Nadie. Le. Puso. La. Pistola. En. La. Cabeza. Pues mire, sí. La pistola en la cabeza se llama cultura, contexto, presión social, falta de opciones, ignorancia, desigualdad sistémica, indefensión aprendida, hambre, necesidad. La necesidad le arranca las patitas a la libertad de cuajo. Cuando no hay opciones o estas no son conocidas o están silenciadas: no, no hay libertad.

Ya vale de frivolizar. El uso derechizado de este concepto es de una crueldad pasmosa. Asumamos que la palabra nos la han robado. De hecho es que está incluso en el nombre del sistema injusto en que vivimos que imposibilita, precisamente, el acceso a la libertad ontológica para muchas personas en beneficio de otras que fabrican su poder a costa de masas desempoderadas. Hablemos para nuestras luchas de emancipación (del latín: quitar de las manos), una herramienta que visibiliza la opresión y permite, por ello, la ilusión (previa al hecho) de revocarla.

Imaginarnos a nosotras mismas como muñecas de papel troqueladas, recortadas del librillo, con una carrera que coronar y muchas elecciones libres por delante es una falacia. Es falso. Es una oración que nos hacen memorizar porque no les beneficia más que a ellos, a quienes nos sacrifican como astillas a las hogueras de donde emana, gaseosa, la aparente legitimidad de su dominio. Basta. Barramos como hojarasca las palabras-trampa para lograr vernos como lo que somos: criaturas desnudas y tiernas cuya ambición máxima es vivir acurrucadas y en equilibrio con el ambiente y los recursos del entorno del que formamos parte.

 

En próximas entregas:

  • La moral no es solo cristiana
  • ¿Es Hitler El Mal?

Palabras que dinamitan puentes

Cuidado con ellas, si no se las sabe reconocer son peligrosas y nos cortan las salidas, nos condenan a «lo mismo».

La palabra, como contorno mental de un fenómeno, nos puede dar la libertad de referirnos a él e intercambiar pareceres, de construir. Nos permite incluir elementos en la nómina del pensamiento y de ahí el diálogo, el empoderamiento, conquistar presencia en lo social. La palabra es entonces territorio y hace revoluciones. Por ejemplo, no es igual un mundo en que se habla de clítoris o violencia de género que uno en el que no.

Pero también puede ser que una palabra funcione como cortina de vapor que condensa unas opciones y una «normalidad», cegándonos ante las alternativas. Cuando algunas palabras se convierten en moneda de cambio común, y según cómo se usen, se vuelven candados porque no nos permiten ya pensar en aquello que indican sino que tan solo despiertan contextos de uso convencional que se les han quedado pegados. Reaccionamos ante ellas representando guiones, roles. Y en ciertos casos, paralizan. De hecho, en muchas ocasiones cada día, hablamos sin hablar, con el piloto automático, dejando que palabras y frases se vayan extrayendo unas a otras, sin pensar lo que decimos, sin hacer cosas con la lengua, sin ser responsables de ella.

Pero como cuando miras durante mucho rato una cara conocida hasta que empiezas a encontrarla rara, muchas palabras (instituciones mentales) deben ser reconsideradas y desactivado su poder de legitimar como normal lo que quizás no queremos que lo sea.

Hay ejemplos clásicos llenos de veneno que paraliza los miembros, como llamarle «Nacionales» a los «Fascistas», «dialectos» a las «variantes» (todas) de una lengua o «patria» al lugar de donde uno viene. Otras bombas léxicas serían «tradición», «mujer», «hombre», muchos diagnósticos y todos los gentilicios.

En otros casos se trata de expresiones, como:

¡Paciencia!

Qué le vamos a hacer

Así ha sido siempre…

Es que eso es/se hace de esta manera

Cuando nos las arrojamos a la cara, con mejor o peor intención, estamos dinamitando los puentes del pensar, los hilos que nos unen a nuestra cualidad reflexiva como especie: a la posibilidad de vislumbrar una realidad diferente. (Si ya es así, para qué voy a hacer nada para evitarlo.) No en vano se nos dice también a menudo: son solo palabras. Cuando las palabras, si algo no son, es algo «solo», porque son mucho y ni siquiera nos hacemos a la idea de cuánto.

Se pueden llegar a oír las barbaridades más sangrantes, que si se han oído ya antes sin movilizar a la acción, seguirán su curso cauterizando cualquier intento mental de revelarse. Funciona como un parlamento oligárquico o un sindicato domesticado, como un revolucionario electo. Me refiero a frases-pan de cada día, tipo:

Cosas de tíos

Esa profesora hace en la clase lo que aprendió ella en sus tiempos, no se actualiza desde hace cuarenta años

Nos gobiernan los corruptos

Todas llevamos una revolución en la boca: somos un horno de cocinar realidades. Es hora de escoger nuestro camino, y empedrarlo andando de aquellas losas que verdaderamente queremos pisar. Basta de arrastrarnos por atajos que ya estaban aquí, y que resbalan.

Palabras como panes

Somos cuerpos carnales movidos por un ovillo desmadejado de emociones que a menudo se desbordan. Vivimos tratando precariamente de comunicarnos esa emoción unas a otras, de pegar mi hebra con la tuya, de que nos tiren, o no, del hilo, de en-redarnos. Y como a fuerza de domesticación institucional hemos olvidado el lenguaje corporal primitivo (qué delicia verlo en bebés), usamos signos para transmitir nuestros mensajes emocionales, que no son otra cosa que reacciones a los estímulos del entorno y sirven para adaptarnos a él y poder seguir viviendo. Los signos intermediarios de las emociones que somos se llaman habitualmente ‘palabras’ y, como cualquier herramienta destinada a alterar la materia y elaborarla, tienen muchas ventajas, pero también son peligrosas.

La palabra es una condensación gaseosa de significado, y el significado es emoción transmisible, carne con objetivo. Gracias al cómodo y dúctil formato mini de las palabras y su variedad (además de que son relativamente gratuitas), podemos llevar la comunicación a terrenos inusitados. Por la palabra poética impresa en papel o en aire, pueden hacerte viajar al gris húmedo de una tristeza que existió en un muy otro lugartiempo. (Yo no puedo oir ay, amor, sin ti no entiendo el despertar de Serrat sin partirme el alma). Por la palabra-falo que impone el juez, pueden desgajarte en vida, pez boqueando muerte en arena tórrida. Por la palabra-cicuta machacada entre las paredes de casa, pueden asediar tu humanidad diluida en el café de cada desayuno. Por la palabra lúbrica, te hago correrte sobre playas y arsenales.

La palabra, en fin, nos hace libres y fuertes. Nos hace. Es potencia, abre espacios, crea pulpa. Pero cuidado: todo es una burbuja de abstracción. Siempre hay por debajo carne-ancla que rasga y duele. Por más que asciendas por peldaños de palabras, sigues siendo cuerpo necesitado de hacer fluir archivos emocionales. Es fácil olvidarlo. Pero la palabra es solo símbolo, objeto, representación, síntoma, artefacto, y como tal, puede convertirse fácilmente en el dedo al que se mira en lugar del sentido al que este indica. El peligro de las palabras está en creérselas. En darle más valor a la cosa inerte que a la carne lábil. Sobre todo si otros han gest(ion)ado palabras por nosotras y estas no nos han nacido de la carne en pálpito, del cuerpo.

Elena Casado dice que la noción de ‘sentido’ es un taburete de tres patas: implica  ‘significado’, ‘sentimiento’ y ‘dirección’. Pues bien, cada chispa léxica concita, efectivamente, tres movimientos internos en nuestro cuerpo al ser usada o recibida, prendida. El significado es lo que nos han dicho que las cosas son. Ahí se pavonea el poder de la Academia, lOs Autores, los Medios, la Escuela, la Familia…, la Autoridad, en fin, para definir, conceptualizar, imponer su agenda política, inyectarnos su versión interesada y normativizada de los hechos. De este modo, también nos inculcan qué se debe decir, cómo, cuándo y a quién decir. Y a quién no. Y de quién no. El significado de las palabras y, por tanto, de los seres y las cosas, es el programa de estudios de la Escuela del Sagrado Corazón del sistema.

En el sentimiento que se traslada como un tanque de una persona a otra al pulsarse una palabra-tecla fíbrica, nada el currículo oculto de la socialización capitalista-patriarcal que nos han untado a la piel (del derecho y del revés). La emoción que las palabras activan en los cuerpos se ve bien cuando hablamos de nombres propios, si me gusta este o aquel, si una vez conocí una Luisa que era rechoncha y ahora ya cada Luisa que oigo me la imagino así. No se define ni se puede defender, solo se siente, intuye, contiene. También se observa en los medios con las palabras-fetiche que nos arroja cada sector de intereses como si fuéramos contenedores que incendiar: comunismo, Venezuela, liberal, altruista.

La emoción que las palabras ponen en marcha al llegarnos nos lleva a movernos en un sentido, hacemos algo cuando somos interpeladas por la dimensión sentimental que tienen y que conecta con algún cabo suelto en nuestro seno: nos cerramos en banda, nos abrimos a escuchar, nos vamos, nos quedamos, aprendemos, nos adherimos a una causa, dilapidamos a alguien por tuiter, etc.

Hemos recorrido así la rueda completa en la que nos afanamos como jerbos enjaulados: sentimos – empalabramos – hacemos sentir – movemos – empalabramos – sentimos. La liberación política de las individuas pasa por aprender qué decimos, qué movemos y qué hacemos cuando usamos las palabras y, sobre todo, cuando son usadas para/contra/por nosotras. O vamos okupando rapidito nuestros mecanismos de emoción-palabra, o van a seguir cayéndonos, cada vez más, como panes.