Presentación en Madrid de «Postales desde Isla Ternura»

Qué se vuelve la ciudad cuando la dejaste hace ya tanto. Qué te vuelves tú para la ciudad cuando te has ido. Qué pasó con ese ente terciario que formabais la ciudad y tú cuando erais juntas.
Las dos hemos cambiado mucho en estos años. De ella me quedaban aún: el dolor de espalda de los libros que he apilado por los caminos, un regusto a palabras asadas y a castañas certeras, y los umbrales rojos y valleinclán de cada noviembre. Pero ahora tengo a noviembre hecho bola de amargor en la garganta porque este año Madrid está enmascarada, aséptica, muerte y sin bares, y yo no puedo ir a verla/ ir a serla.
¿Tengo derecho a saber el pronóstico del tiempo en Madrid cuando ya no puedo cuidar a Madrid? ¿Es adecuado llevar por ahí en el cuerpo sus timbres, sus cadencias y colores cuando no estoy ahi tirando de la estaca con ella?
Echo de menos a Madrid, echo de menos a moratones sus paginas doloridas, sus manchas de grasa en pedazos tristes de ABC, los ladrillos de hueso astillado que la sostienen, tanta esperanza, alegría rebelde y revuelo de faldas en calles que huelen a pis de amanecer y poética tabernaria.
Yo solo ruego que quede algo vivo, algo común para cuando vuelva, algo que darle al hijo cuando por fin pueda llevarle a Madrid a enseñarle el mar donde yo antes naufragaba con gusto y sin gaviotas. Cuando vayamos a Mar-drid, que es lo que él dice, porque algo sabe.
Espero que estas letras te encuentren agustito, cerca de ti, lejos del ruido. Yo así te escribo, mientras me abro al calor de los vapores de una infusión de regaliz y milenrama. Fuera llueven plagas milenarias, la peste del miedo, máscaras de cuero viejo con forma de pico de rapaz.
Nos echo de menos.
Echo de menos nuestro calor, nuestra presencia salvaje, nuestra batalla pertinaz de generosidad y belleza. Echo de menos la espiral del bosque, los versos que escriben con su crecer las flores, las telarañas. Echo de menos el agua del arroyo, el aire del mar, los besos drásticos y sin paliativos. ¿Dónde estamos? ¿Acaso nos hemos perdido?
Sonrío y te recupero. Siento que nos llevo en la toquilla morada, en ese libro de fuego, en la figurilla de madera que me pende en el pecho de un cordón misionero. Estamos en aquella postal que viste mi pared, en el humo del palosanto que nos lava el aire, en las legumbres remojando/retozando en el plato de latón lacado.
Quiero que estés bien en estos tiempos tan raros. Te deseo semillas, aguas, raíces, tierra. Te deseo imágenes benevolentes y que te encuentren esas ficciones tiernas que te sacarán, seguro, de esta y de más. Espero que no digas palabras sino que digas lenguas. Que no abrigues las pieles sino los huesos. Y sobre todo, que no te saquen de tu casa, que no te saquen del cuerpo. Que desde allí puedas viajar a donde se te espera. Aquí conmigo, tal vez. Alli contigo.
No te quiero. Eres frío. Estricto. Ciego. Obsesivo. Eres idea, mirada que confirma y que no mira. Eres tristeza. Te adelgaza y te consume un mikado de aristas invisibles. Contenido, constreñido, estreñido. Cinturón. Autoridad que verifica y que no guía. Contigo hasta la oscuridad nocturna se disgrega en mil contornos mutuamente hostiles a sí mismos.
No te quiero. Quiero a otro. A otros. As. A otras cosas, todas las cosas que juntan, que acercan, que funden, que coinciden. Todo lo que fluye, irrumpe, desborda, entona, baila. Aumento, multiplicación, hincharse, derrame, inundación, lo nuevo, lo creado, lo parido, lo desbocado.
Separar para reparar. Parar para recomenzar.
Feliz 8M. Feliz desborde.
Soy Lobo y soy un prófugo, un ser proscrito. He venido a esconderme.
Me estoy arrastrando a oscuras. No veo nada. Los ojos se me fundieron hace días. Con la cara interna del cuerpo palpo al avanzar carcasas rugosas. Patino en superficies pulidas. Me estremezco por momentos al adivinar componentes orgánicos en contacto con mi circuito/piel. La rigidez nudosa de carnes acartonadas me ayuda a continuar reptando. Encuentro apoyos en los miembros secos de los cuerpos desahuciados. Estoy arrobado por el olor. Sé que los aparatos no huelen, ni el plástico ni el vidrio ni el mineral. Por eso, el único olor que capto es el de la carne tumefacta. Huele a descomposición, a proceso. Es decir, huele a vida. Aunque sea vida muerta. Voy bien.
Los dispositivos tecnológicos no pueden estar en contacto con el agua. Las pantallas no se ven bajo la luz del sol. El Proyecto ha vencido y yo soy su refugiado. Un tecnoser defectuoso, un porcentaje mínimo de error de programación. Pero no pueden negar que existo, y que, por tanto, ella también. No me veo ni tengo manos pero soy capaz de dar cuenta abstracta de mí. Luego existo. Y necesito esconderme. Ellos vienen a por mí porque la he comprendido. He sido capaz de imaginarla en un ínfimo segundo, como cogida por los pelos. Luego he osado ponerle nombre. Y la invoqué. Y ahora voy a su encuentro mientras me buscan para acallarme/ejecutarme por hiperexposición.
Sé cómo se las gastan porque algo había visto tiempo atrás en un documental sobre antiguos enemigos del Proyecto. Líderes caídos que erraron la dirección de su carrera en algún punto. Tecnoseres como yo que se habían atrevido a desafiar la lógica perfecta del programa. Me suena que incluso en algún momento hubo una acción coordinada de destrucción de pantallas y acribillamiento de tecnomentes. Usaron algo de cuyo nombre no me acuerdo, acababa en ía. Pero de todo aquello hace ya mucho tiempo, ocurrió en el antropoceno. Aquello sí fue una era heroica. Pensé que ya no había lugar para brechas. Y, sin embargo, miradme, aquí estoy, Lobo, proscrito ciego reptando con la barbilla y con ayuda del embellecedor metálico sobre una superficie ilimitada de desechos tecnobiológicos.
La imaginé. Una verdad tan cegadora que aunque tiene dos partes no podrá ser nunca expresada como un binario. Ni cero ni uno. Ni mucho menos una palabra. No puedes concebirla. Es grande, es inmensa, es el espacio finito y constelado de placidez que el Proyecto colonizó con su plan de expolio eterno. Pero te digo una cosa: ella estaba intacta cuando la vi, pese a sufrir una infamia de milenios. Por eso salí a buscarla. Y por eso salieron a buscarme.
¡Aquí estás! Te he encontrado. Lloraría si tuviera ojos. Me he pasado la eternidad echándote de menos. He venido a pacer contigo. Bien sé yo que harás lo que te pido. Es tan maravilloso estar a tu lado. Ojalá me quedasen labios con los que aferrarme a tu enormidad y succionar la certeza que desprendes. Allá voy: deseo poder morir. Morir es paz. Es el último reducto de la vida con que puedo resistir su eternidad expuesta.
¿Por qué todas las niñas quieren ser princesas? ¿Por qué nadie se disfraza ya de bruja? ¿Qué esconde el término caza de brujas? ¿Por qué hordas de evangélicos recibieron en Brasil a Judith Butler con gritos de bruja, bruja?
Érase un sinnúmero de veces, en la polvorienta mentalidad patriarcal que arrastramos y revitalizamos a cada generación (y no parece que de esta la vayamos a aniquilar), cuando nacemos y nos ponen el sello de «mujer», recibimos a través de la cultura unas fronteras al cuerpo, unas opciones limitadas de formas de ser. Estos modelos de mujer se transmiten sucesivamente a través de representaciones icónicas y narrativas que contienen personajes reconocibles y recurrentes: los arquetipos culturales. Virgen/puta. Princesa/bruja(hada). Esposa/querida. Señora/criada. Son fantasmas de sentido y norma que recorren todas las producciones culturales y las enlazan, así sean narrativas (textos en cualquier formato), arte, producción de objetos, imaginería, moda, etc.
El folclore y la psicología son madre e hija. Y el padre en esa fecundación sería el mundo material que nos rodea. Por eso me preocupa tanto que la ropa de H&M (entre otros muchos elementos salidos del señorío estado-corporaciones que nos gobierna), se empeñe en segregarnos por género y de hacer que todas las niñas (quieran) sean princesas. No me cabe duda de que debemos empoderarnos también en lo simbólico si queremos que el empeño feminista se asiente sobre bases sólidas y perdurables. Es cierto que no nos cuentan ni contamos cuentos de hadas, que ya no hay criaturillas del bosque poblando nuestras noches en torno a la hoguera; sin embargo, el cine comercial, las series de televisión… la industria de la narrativa audiosivisual, en fin, bebe de las arca(da)s disney y alimenta a su vez el resto de imaginario cultural que nos empapa y atraviesa, que nos materna (pues nos des/legitima, nos da una razón para vivir y nos enlaza con nuestros congéneres): revistas, youtubers, cantantes de moda, tiendas de ropa, etc.
De entre el mogollón de diosas y diosillas grecorromanas (que ya son menos y menos potentes que sus antecesoras estruscas, anatolias, mesopotámicas, etc.), la primera cultura eurocristiana reduce los arquetipos (el espectro de funciones sociales) de las mujeres a dos: la vasija inmaculada (que ni folla ni pare)/la puta más callada que una tal. (El evangelio es un hirsuto paroxismo de lo macho-gay.) Esas son las guías en torno a las que el carácter y los cuerpos de las mujeres debían acorazarse para existir en sociedad, para poder ser leídas.Y, a decir verdad, no hemos avanzado gran cosa desde entonces.
En los cuentos folclóricos que nos han llegado (que de un rico cultivo popular fueron mutilados, disecados y empolvados por hombres bien de clase alta para que se les parecieran), los arquetipos se mantienen y se reproducen hasta el infinito/actual. Desde los hermanos Grimm hasta Britney Spears. Desde Andersen a Amancio Ortega. La idea profunda, de base, no cambia, es la misma. Las posibilidades no se nos amplían.
En nuestra cultura, la mujer aceptable es denominada princesa. Es aquella de la que se habla. Es una aristócrata, es decir, tiene una posición social (y una serie de posesiones) que mantener (cuestión clave). Es una, es individual y nunca tiene amigas ni por supuesto madre. Se sitúa por encima de lo concupiscente y lo material, por encima de su propio cuerpo. La princesa se escribe como una víctima que necesita ser protegida y a la que se hace daño; como un objeto, premio que se entrega/recibe y que debe ser bello de acuerdo a los cánones del momento. La princesa ocupa poco, no posee subjetividad, temperamento ni movimiento, siquiera. Está encerrada en el torreón-falo aristocrático a la espera de que el caballero con lanza-falo burguesa venga a rescatarla. Belleza-Bershka, matrimonio, procreación, (más trabajo de cuidados, quizás, aunque este suele esconderse), son sus cárceles. No tiene más poder que sus argucias «femeninas». Está sola y sin arraigo. Su cuerpecito mermado acarrea el peso de la moralidad del momento. No es una persona, es un estuche.
La mujer no aceptable es denominada bruja. Y eso es todo lo que significa bruja: mujer inaceptable. Por ejemplo, inaceptable en su defensa de la comunalidad y del saber colectivo (léase, por diosa, a Federici) frente a los proyectos protopatriarcocapitalistas del medioevo. En general representa lo que la sociedad reprime, oculta e ignora de las mujeres. Por eso no tiene hombre, y no habita la ciudad sino en los márgenes. Puede ser oscura, sucia, vieja, regordeta, racializada… Su ropa no tiene protagonismo porque no es un personaje que deba aparecer. Su presencia es una amenaza que se utiliza para generar temor. Su nombre devalúa, asusta, debe ser ocultado.
La palabra bruja tiene origen desconocido, quizás prerromano, o tal vez tenga que ver con brewery, con poción, bebida, o con volar. (Princesa viene de príncipe que sencillamente quiere decir en latín «el primero»). Lo bruja toma formas diversas a lo largo y ancho de la orbe y de los siglos, pero ampliamente se puede entender como lo femenino que se sale de la norma (por eso vuela, en movimiento ascensional), que no acepta la moral vigente (asociación demoníaca, herejía, apostasía), que revela su concupiscencia (maneja la escoba, alcahuetea), tiene poder sobre los cuerpos (control de la reproducción), aplica las fuerzas de la naturaleza en la salud (pociones mágicas) y tiene un conocimiento profundo de la lengua y su poder (maleficios, conjuros, agüeros). La bruja está en manada (aquelarre) y no se puede conocer a simple vista, no está colonizada por el conocimiento patriarcal (nocturnidad, misterio, clarividencia, oráculo). La bruja emerge con lo tejido (parcas), lo líquido (puchero), lo verbal (invocaciones). Las fronteras entre lo vivo y lo muerto no están claras en ella. Por eso, la bruja es el no-sistema, es la no-razón, es lo no-lineal, es lo no-reducible a fórmulas, funciones, ni siquiera a palabras.
Cuando nos deshojamos el cuerpo de princesismos reviven las diosas antiguas, surge la bruja. Nos expandimos, volamos, miramos a nuestro deseo a los ojos. Encontramos todas las formas de ser que nos fueron robadas. ¿Cómo nos llevamos con ella? ¿Qué dice, en qué lengua? ¿Quién la entiende, con quién quiere pasar tiempo, a quién no soporta? Vuelven a nosotras los calderos, los tejidos, las amigas, el susurro del bosque. Los corazones se convierten en una bomba muscular que palpita y huele a sangre.
Debemos romper las cadenas que desde voces muertas se les imponen a nuestros cuerpos. Ha llegado el momento de tomar conciencia y repartirnos las cartas a nosotras mismas con los ojos bien abiertos. Volvámonos brujesas, princesujas. O vayamos descartando a la princesa, y que de su tierno cadáver nazcan mil flores que alimenten a nuestra cuadrilla de hechiceras.
Padres: agente voluntario de socialización no retribuido cuya misión consiste en colonizar la psicología y el cuerpo de los recursos humanos de reciente aparición (también llamados “sus hijos”) para someterlos a una apropiada adaptación al sistema capitalista de subjetividad productiva/consumidora. El proceso tiene una doble vertiente: (1) socialización positiva en normalidad productiva y (2) construcción de las bases de la libertad de demanda.
El empeño en la línea de trabajo (1) tendrá como resultado que el/la niño/a logre obtener un buen producto de sí mismo/a con el que competir en el mercado en las mejores condiciones posibles para su futuro —ficción que debe funcionar como valor prioritario que guíe sus pasos en la vida—. La socialización normalizadora incluye transmitirles férreas corazas de género desde el nacimiento (una blusa rosa entallada con volantes para Carla y una camiseta azul con camiones para Jorge); naturalizar las desigualdades sistémicas (ese pijama que ya no usas vamos a dárselo a los pobres); cultivar un vigía interior sobre la imagen personal (estás fondona/ dónde vas con eso, zarrapastrosa) hasta que el dispositivo sea capaz de funcionar por sí mismo en el interior del sujeto; fiscalizar sus amistades y ocupaciones (esta Virginia ¿no es un poco XXX?/ deja de perder el tiempo con eso); inculcar el apego incondicional a insignias de diferenciación intergrupal como banderas, equipos deportivos, figuraciones religiosas, etc.
De forma paralela a la homologación del producto empleable, el equipo socializador también llamado “familia” debe cultivar una subjetividad de cliente en el joven recurso y nunca frustrar su inclinación natural a la posesión y el apego a los artículos (qué quieres; elige cuál te compro; qué vas a tomar;¡regalos!, ¡más regalos!; ¿quieres kétchup?, ¿un helado? ¡Ahora mismo!).
Con el objetivo de que la primera estapa de gestión del mini-recurso humano sea exitosa, el input emocional por parte de los agentes debe ser limitado. Para unos mejores resultados, la distancia emocional y el training productivo/consumista deben empezar desde el nacimiento y perpetuarse hasta el fallecimiento de los progenitores. En su cometido, los padres y madres no están solos sino que cuentan con el sacrificado apoyo de la institución médica, el equipo educativo, bibliografía experta e incluso la inestimable cooperación espontánea de los viandantes (no lo cojas tanto en brazos que lo malcrías, mujer).
Existen diferencias en el papel socializador del elemento padre, con énfasis el gobierno de las situaciones, control del espacio y los recursos y del agente madre, que transita paralelamente una colonización análoga y se dedica fundamentalmente a funcionar como espejo invertido de todo lo que el padre no debe ser y depositaria de las tareas de que él no debe encargarse.
Hijos: extraños seres caprichosos y demandantes extraídos del cuerpo de las mujeres que durante unos años compartirán algunas características con estas (carencia de límites, desafío a la autoridad, etc.). Cumplen una serie de objetivos a lo largo de su vida útil, desde soporte de accesorios de moda en los primeros meses, a enviados especiales para ponernos a prueba los primeros años. Aunque en ocasiones resultan adorables, se requieren altas dosis de paciencia para aguantarlos. Si la mujer es “el otro”, ellos son “lo otro”, el objeto, lo transportable, manejable y depositable en manos ajenas subordinables (el mayor tiempo posible, por propia salud mental). Generan tanta inquietud que deben ser inmediatamente introducidos en la normatividad, no hay tiempo que perder. Para saber cómo, véase la entrada «Padres».
¿Quieres encontrar el mejor regalo posible, que tus seres queridos adorarán y atesorarán por siempre?
¿Quieres ser absolutamente original este año?
¿Quieres hacer feliz a alguien dándole realmente lo mejor?
Estas fiestas, regala… fluido vital.
¿Cómo? ¡Es sencillo! Lee con atención.
Las palabras son un regalo orgánico que nos han dado y que podemos volver a dar, y que solo hacen que crecer cuando se entregan. Es la mentalidad de la abundancia frente a la mezquindad de los recursos que se acaban. Las palabras han penetrado en nuestros cuerpos como volúmenes sonoros, vibrantes, labiales, profundos o agudos, variados e intensos como animales del fondo del mar. O quizás nos llegaran en forma de cuerpo gráfico, lleno de curvas, cartografías de la posibilidades e insinuaciones del deseo. Después, las palabras han viajado por el interior de nuestros cuerpos, formando parte de nuestra materia. Han removido nervios que antes dormían, han acariciado glándulas dulcemente, han batido unas hormonas con otras y han sido azúcar combustible para nuestros músculos en acción.
Esta navidad…
Regala palabras-edredón que han habitado en lo blando y calentito de tu estómago
Regala palabras-esencia que han bombeado terciopelo con la sangre de tu corazón
Regala palabras-clave que han puesto tus nervios firmes y han hecho que cambiases la dirección de tus pasos de un respingo
No más palabras precocinadas. No más palabras inyectadas de silencio.
Dile que es suficiente, que es valioso. Dile que te pones contenta cuando la ves. Dile que quieres cambiar el mundo a su lado. Dile que eres feliz de que ella exista. Dile que es preciosa, que no hay en realidad palabras que le hagan justicia. Dile que se te hace un nudo en el estómago cuando la vez triste, que desearías arrancar las opresiones con tus manos para que tu compañera dejara de sufrir.
Dilo, repítelo, escríbelo… (para que no se nos olvide… para que siga existiendo la realidad mental que nos acoge, que nos abraza/alimenta.)
…que hay otro mundo posible dentro de cada cuerpo.
…que tan solo hay que accionarlo, sacarlo fuera.
…y que basta con oír que valemos, que vamos bien, que somos colectiva, y que nos respaldan, para que sigamos día a día, metro a metro, recorriendo el camino de la vida encarnizada en pálpito, contra (todas) la(s) muerte(s).
Mi amiga Ariadna está harta de su parasítico compañero, de su absorbente trabajo, de pesadas burocracias que le lacran la vida, de la violencia que crece, de la soledad urbana, de su dura realidad migratoria… y de todas las dificultades, en fin, con las que tiene que trajinar cada día para salir adelante mientras cría a su pequeña Lida. El padre es un vago de manual, eterno parado y reyezuelo del hogar instalado en la convicción de que él es muy moderno, jipi y feminista. ¿Sabéis estos que permiten que su mujer asuma, además de las propias, las responsabilidades tradicionalmente masculinas para vivir a cuerpo de monarca? Él ahí habitando su edén de comensal opinador, tragón con mucho mundo y don de gentes, chascarillo ligero, altos estándares de calidad para el servicio y sin responsabilidades adheridas.
Ariadna sueña con cascar su realidad y dejar salir una vida en la playa. Lida y ella, con más niñes y mujeres, viviendo en una casita color arena con cortinas blancas onduladas al aire. Tareas compartidas, diversión pueril, gestión comunal de recursos y conflictos, estremecimiento de sal en la piel… Trabajo para sí y de por sí, y mucho tiempo para cuidar los cuerpos. Sin rapiña. Sin opresión de lo diverso. Sin más muerte que la vida. Ariadna no lo sabe, pero lo que le pasa es que sus tragaderas han dicho basta ante el patriarcapitalismo imperante. No soporta más ser oprimida y explotada por una realidad diaria que la anula por razón de su sexo para luego proyectarla distorsionada en forma de ideal femenino inalcanzable. Según este sistema en el que estamos, Ariadna debería pasarse la vida tratando de no ser lo que en realidad es para intentar parecerse a lo que otros con poder le dicen que ha de ser, y entretanto llevar la casa, criar a la niña, (contentar a un zoquete), lidiar con los requerimientos del sistema cívico, económico, social y cultural… y… claro, quererse a sí misma, que si no te quieres tú, ¿quién te va a querer, alma de cántaro?
A Ariadna no le gusta la palabra «feminismo». Cree que por culpa de los logros feministas «tenemos el triple de cosas que hacer que antes». Ella cree que su utopía propia de cuidado y reproducción de la vida (sin fábricas, sin consumismo, sin moral cristiana, sin guerras… sin otredad ni conquista, al fin) se opone a la emancipación femenina que proponen «las que hacen feminismo» y que se conseguiría a través de puestos de trabajo, perfiles de consumidora y usuaria, voto, cuotas y presencia en el mundo.
A mí me da entonces por pensar que, efectivamente, muchas de esas mentadas conquistas que le hemos arrebatado al patriarcado con nuestras luchas han resultado estar envenenadas: podemos votar, vale, pero cada cuatro años y en sistemas bipartidistas y de «democracia» representativa (que maquillan verdaderas oligarquías empresariales y aterradoras maquinarias de manipulación mediática); podemos trabajar fuera de casa, sí, pero a costa de dejarnos la piel en una salvaje jungla laboral que devora el autocuidado y masacra los arraigos; podemos no casarnos, pero hemos sido arrancadas de las redes vecinales y la soledad se extiende y nos quiebra…; podemos ser libres, en fin, pero para vender y alquilar los cuerpos que somos.
Sin embargo, considero que es nuestro deber como afectadas por el patriarcado no rechazar el feminismo solo porque oigamos una sintonía de campanas no e de nuestro gusto. Debemos siempre como mujeres privilegiadas (por tener acceso a la letra, entre otras cosas) testimoniar nuestras condiciones de vida y reflexionar sobre las vías de la liberación con que experimentar. Solo si ensanchamos el feminismo a codazos llegará este a incluirnos a todas y no estar en peligro de monopolizarse por voces únicas (¿patrocinadas?). Es trabajo de todas.
Volviendo a cuál es nuestro enemigo hoy día como mujeres, muchas estamos suficientemente lejos del paradigma del «angel del hogar» y hemos crecido de forma bastante ajena al modelo social de género tradicional (hijas de esas madres emanci…empleadas de los setenta, ochenta, noventa) como para no considerar el orden de género tradicional (de tipo mujer-quédate-en-casa) nuestro desafío directo. De hecho, las asociaciones de mujeres como la que propone mi amiga, las encuentro inocuas y deseables incluso en torno a actividades convencionalmente opresivas como las relacionadas con el cuidado y la crianza.
¿En qué nos favorece enfrentarnos ahora a enemigos de antaño? Se lo preguntaría a muchas escritoras y activistas en lucha encarnizada a favor de la custodia compartida preferente ya, en constante vigilancia de esencialismos, en ensalzamiento de la vía laboral. Por ejemplo, si decido por lo que sea dar a luz, yo sientipienso que lo que realmente me empodera es la opción de cuidar con sueldo por al menos un año sin que hubiera repercusiones posteriores en revisiones anuales y pensiones por ausencia temporal de la actividad mercantil. Y que así lo hagan igualmente muchos padres.
Para mí, ahora mismo, el enemigo es un patriarcapitalismo atroz que nos quiere separadas, solas, asimiladas a los hombres y dependientes de su aprobación para acceder a minúsculas parcelitas de poder. Nos quieren absorbidas por actividades productivas, extractivas, despreciando todo lo que tiene que ver con crianza, vida, comunidad. Por eso declaro que el tiempo de la reacción contra el hogar ha pasado. Y como esto me resulta bastante obvio, me pregunto si quienes proponen vías de emancipación que se empeñan ciegamente en sacarnos de la casa y el vecindario no arrastran más misoginia internalizada, invisible. Si acaso comunidad, vecina y niño de teta son cosas demasiado arrastradas por lo patriarcalmente femenino como para ser fácilmente puestas en valor, incluso por las feministas. Hasta dónde hay que deconstruir con esto del género, me pregunto. Qué es lo que dejamos que siga siendo definido por el diccionario del hombre opresor, significando en términos patriarcales.
Como «la casa y el vecindario», hay más casos de significantes que han dejado de tener connotaciones negativas por haberse alterado el marco contra el que lo adquirían. Por ejemplo: en mi infancia a les bebés nos ponían a menudo de punta en blanco como para cristianar, bastante contra natura, ciertamente. Se trataba de una pose más de las muchas de esa clase media empleada pero con ínfulas en que servidora creció. Como reacción, en las últimas décadas vestimos a les bebés con ropa cómoda y alegre, de forma que sus necesidades quedan mejor cubiertas. Pero hace poco, en una de las bolsas de ropa para personita que heredé apareció una ranita bautismal, toda bordada con encaje color hueso y puntillas finas de chantilly. ¿Debería haberla desechado porque representa aquella visión burguesa de la infancia como accesorio contra la que deseo luchar? En realidad, como el contexto contra el que esa vestimenta tomaba su sentido ha desaparecido, el sentido se ha desgajado también. Al final, decidí ponerle el body bordado con unas mallitas de colores y me quedó la mar de punki. Y tan contentas y resignificadas que íbamos. (Por cierto, aquí una extraordinaria conferencia de Almudena Hernando sobre dispositivos patriarcales e indumentaria infantil.)
Yo quiero que tengamos poder, dinero e influencia, claro. Pero no a costa de negar la vulnerabilidad, la comunidad, la vida y sus ritmos. Hemos de vivir en otro sistema basado en un orden simbólico que no anule la esencia de lo que somos. Por eso, de vez en cuando, me doy el gusto de visitar a mi amiga Ariadna en su playa imaginaria, donde mujeres y crías jugamos en la arena, con medusas, con pulpos, estremecidas de placer y risas. Porque allí, cómo nos llamemos no importa.
Hace unas semanas, con la intención de desaguar un poco tantos excedentes mentales como acumulo por aquí, me abrí una cuenta en el tuiter. Comencé a seguir perfiles afines y de personajes interesantes y así me fui adentrando poco a poco en la jungla comunicativa de códigos propios que se ha creado en lo virtual en estos años (y a la que permanecía ajena). Tras una breve euforia por el descubrimiento de las posibilidades que de activismo y colectividad ofrece esta red social, me di cuenta de que aquello se puede volver un avispero de insultos, polémicas chungas y bofetadas, tanto por la infame acción de haters, trolls y semejantes, como dentro de ¡ay! las izquierdas y los feminismos, por la agresividad propinada entre compañeras de lucha.
Como ya todo el mundo supongo que sabía, lo reducido del número de caracteres auspicia una mentalidad de no-diálogo por la que se libran batallas a palabrazos: sin argumento, sin aproximación, sin voluntad de comunicarse (reflexioné sobre ello en palabras como panes I y II). No se trata sino del patriarcado corriente y moliente de cada día: la pugna por dominar a La Otra persona, por imponerse a ella, por autodeterminarse, replegarse a este lado de la frontera y hacer del Otro en su humillación evidencia viva de nuestro poderío.
En lo que me pareció el colmo de la sinrazón, una mujer feminista escribía hace poco en un tuit: «el feminismo de la diferencia no tenía que haber existido nunca».
Pero vamos a ver… ¿en serio? El feminismo así llamado «de la diferencia» (que no es lo opuesto a «igualdad» porque su contrario es «desigualdad») incluye a escritoras tan suculentas como Luce Irigaray, Hélène Cixous, Julia Kristeva, Victoria Sendón de León, etc. ¿Cómo podría alguien querer aniquilar toda esta producción visceralmente feminista y a un tiempo exquisitamente intelectual, cómo se puede siquiera ver como algo a lo que oponerse? La polémica entre igualdad y diferencia tiene un calado tan profundo y abstracto, como casi todo lo relativo al género, que no puede dividirse en dos insignias, en dos equipos que hayan de disputarse la pelota. No se debe plantear así. Es erróneo, y tan patriarcal que parece futbolístico. Eh, chavales, que los debates no se ganan ni pierden. Que se trata de crecer y entenderse.
Una vez las construcciones patriarcales de género han determinado desde hace siglos lo que somos y qué hacemos, ya estamos jodidas, porque lo impregnan todo como una mucosidad espesa, por eso nos llenamos de dilemas cuando nos queremos poner a dinamitarlas: ¿para liberarnos hacemos como si no existieran los géneros o así estaríamos dejando de visibilizar la opresión?, ¿si nos aferramos a lo que nos es biológicamente propio estamos siendo esencialistas y apuntalando la kiriarquía o realmente proponiendo un mundo alternativo al patriarcal? ¿Vamos primero a lo urgente o al quid, a lo importante? Respuestas dialécticas hay la tira, y bien largas y golosas. Pero aunque lleguen a oponerse en sus conclusiones, ¡ey!, no caigamos en la trampa. Donde seguro que no hay disputa es en la necesidad de defendernos unidas, tejer vidas y cosas en colectiva, cuidar la vida para que merezca la alegría que (todas) la vivamos. Y todo lo demás, mérde.
Anoche soñé con un avión que caía. Me pasa a menudo. Quizás es porque los aviones, como en aquella peli estrepitosa del tipo manchego, son buenas metáforas del sistema en que sobrevivimos. Hay un (hombre) comandante a los mandos cuya autoridad no se cuestiona, te sientas en un sitio u otro según el dinero que tengas y te quedas ahí, a lo tuyo, engullendo materia muerta y sin hablar con la persona que está a tu lado haciendo lo mismo que tú, evitando rozarte. El avión, en un momento determinado, cae…
Pero antes: pongamos que por lo que sea tienes una idea revolucionaria, hermosa y candente, entre las manos. Por ejemplo: la certeza de que si una se gira y abraza a la persona que tiene al lado, un torrente de bienestar se le derramará por las venas. Por la naturaleza expansiva de lo vital y lo bello, quieres que el resto de personas conozcan tu idea y, quizás, entonces la compartan. Entonces, decides romper con la odiosa normalidad tediosa y fría de la cabina de pasajeros, te levantas entusiasmada, arramblas con el carrito del dutifrí, te colocas bajo el arco de la clase turista y comienzas a dar tu discurso sobre el abracismo.
Ay.
Te reducen.
Te esposan al aterrizar.
La gente se mea de la risa de ti./ Te insultan./ Te cuestionan.
Sea como sea: no te han escuchado.
No se abrazan.
Vengo constatando que irrumpir en la normalidad no es la mejor forma de que quienes la aprecian te hagan caso. La irrupción genera resistencia. Y, sí, esta normalidad asesina en que boqueamos tiene fans, muchos y muy organizados. Así que propongo otra estrategia radical: producir una normalidad diferente. ¿Cómo? Sintonizando en feminista. Consiste en lo siguiente: creo que no me equivoco cuando afirmo que al hablar entre nosotras en lo cotidiano, la mayoría de veces las personas no comunicamos lo que nos ocupa en verdad la mente, sino que nos limitamos a empatizar, sintonizar, con lo que nuestra interlocutora espera de nosotras. La lengua está plagada de fósiles: —qué tal/ —bien, gracias (en realidad me lloraría el Nilo entero dos veces). Y al usar la lengua, tendemos a cubrir la expectativa de nuestra interlocultora con gracia: —¡¿Sabes qué?! Me he comprado cinco camis en el primar por diez pavos/ —¡Anda, qué bien! (joder, tío, espabila ya de una vez, que esto se nos va de las manos, coño…) o —…y bueno, pues con los inmigrantes, ya se sabe…/ —Ya, es que vaya tela (Yaya: ¡juro que al próximo comentario racista reacciono y arde Troya!)
No es fácil desmarcarse de lo esperado por quien habla contigo, responsabilizarse de la disrupción, pues estarías rompiendo con la cortesía y te sentirías amenazada con el exilio social. Temes hacerle daño a la autoimagen del otro. Y sobre todo nosotras, pues en nuestra armazón social como mujeres no está previsto que resultemos amenazadoras. (Hostias, qué mal lo pasé aquella vez en una tasca en Madrid cuando el camarero al pedirle las cañas se pensó que yo era sevillana y se puso tan tan contento de encontrar una compatriota que no fui capaz de desengañarle y me pasé como dos horas allí angustiada escabulléndome de él como pude.)
La idea, entonces, sería que al hablar con otras personas sospechosas de machismo, racismo u otras tendencias discriminatorias recalcitrantes, demos por hecho que sus creencias sean las contrarias. Por ejemplo:
(1) —Y va el tío y me dice que con tacones estaría más guapa. Le contesté que él también, y que además así le costaría más correr y sería más fácil pillarle para darle un sopapo por machirulo. ¿¡A que se lo merecía!?
(2) —Ay, es que es horrible la cantidad de gente que no se da cuenta de que esas historias ultraderechistas de que los inmigrantes se comen nuestras pensiones en subsidios no tienen ni pies ni cabeza cuando se miran los datos.
(3) —Total que cuando me preguntaron las alumnas que si eras feminista y les dije que sí, se pusieron muy contentas y quedamos en que te invitaríamos al debate sobre masculinidades adolescentes en tutoría.
Lo más posible es que quien participa en la conversación responda…
(1b) — ¡Claro! (hostia, qué chunga, pero por qué, si era un piropo…)
(2b) —Ya te digo (¿pero… en serio? Si ella lo dice…)
(3b) —Ah, pues qué bien. Claro, allí estaré. (Glups.)
Una, dos, tres veces, como martillazos sobre la superficie lisa del prejuicio, que no tiene raíces sino que es un tarugo de hormigón allí olvidado, lo absurdo del caldo patriarcal en que se cuecen nuestras mentalidades se irá resquebrajando; entre tanto, además, estaremos conquistando terreno discursivo: se oirá más de lo igualitario, menos de lo opresor y lo que mata.
Yo no voy ya a etiquetarme de ciertas formas en ciertos espacios para volverme la payasa, el hazmerreír, la Otredad despreciada, la diana de personas agresivas e hirientes (se declaren ellas lo que se declaren). No voy a jugar su juego sino que ya doy comienzo al mío: como en un jumbo de Sarcasmo Airlines S.L., como en la matriz en que queremos que la vida prosiga: cero tolerancia a los comentarios que deshumanizan, no más acoso, no más violencia. En nombre de nada. O cooperas en favor de la vida y la justicia social, o callas.