Pasión. (Veinte años)

a RT

Nos conocimos en un difunto bar de la calle Pelayo (creo). Nos reímos un poco y acto seguido nos morreamos (me parece). Seguramente tú lo recuerdes de otra manera. Tú recuerdas mucho, compañero. El fin de semana en un chalé y mis frases de femme fatale, pero de fatalaco del bueno. Y otras varias noches que pasaron, recuerdas. Y recuerdas también que, a mí, las cosas me apasionaban. Yo, por mi parte, recuerdo nada más las texturas de las sábanas y las escalas de marrón de las colchas y somieres. Ah, y a una mujer que al final no se lanzó al vacío por el puente de la M30. Eras, eres un tío tierno.

Ahora te has vuelto un audio jugoso en mi whatsapp y tienes canas de gentleman y cuando te escucho se me llena de Madrid la boca. Madrid, cementerio de bares y chascarrillos en los que dejarse la vida y el rato poco a poco, como en el amor y en las líneas oblicuas de ese metro que, más que medir, estalla. Han pasado veinte años absurdos y no sé muy bien quién yo era entonces. Pero tengo como ganas de decirte, y de decirle, que lo siento. Y aún así me duele la tripa con un dolor centrífugo de Ismael Serrano y de aeropuerto, de vergüenza orgullosa, de ternura palpitante como un labio mayor en afterhours.

Y es que no sé qué siento, que todo es muy raro (y tengo un hijo, y hay pandemia, y tu mami enferma, y yo por qué de repente quiero fumarme un cigarrillo). Qué siento no lo sé, pero sí sé que siento, y que padezco intenso, sigo padeciendo a saco como cuando me ponía a morir a los dieciséis, por sentir tanto. Como cuando me pondría a morir a los treinta y seis, por sentir tanto. Padecer viene de la misma palabra griega de la que vienen paciente, sufrir en catalán (petir) o pasiva. Pero del mismo πάθος (pathos) viene también pasión. Pasión, palabra, Grecia. Calor del sol, playas y cuerpos, poesía y metro. Verdades, belleza. Barrios. Aviones. noches. Abandonos.

Y ahora me lo encendí, y al fondo del humo me veo con minifalda y giorgi line en los rizos plastiqueros. Y no voy a escribir que me acuerdo del Bershka, de Bisbal o de que me salió sangre, pero sí de que me alegro de no haberme imaginado nunca entonces con veinte años más, porque no se me ocurriría nada. Y tampoco se me ocurre ahora qué podría haber pensado, o qué es lo que me he vuelto en perspectiva. Pero hay un poso de verdad en todo esto: si a Madrid, como dices, la han desinfectado a leyes de pasiones y de bares, entonces… es que tenemos sentido. Es que hay que ser profeta de lo absurdo y de los besos en bares y de lo improvisado y de lo líquido y de lo que canta y baila al filo de un siglo exterminador y seco, que nos baña en lejía, que destiñe.

Y ya no sé ni fumarme un cigarrillo, triste de mí, vaya fiestera. Pero le doy gracias a los capítulos cerrados que se vierten a espuertas sobre estas líneas de hoy, me las marean. Y a ti, amante de antes, te mando un abrazo de borracho escandinavo, y nos lo digo, que aunque absurdo, lleno de sol nocturno y sin sentido, seguirá este relato-vida a cachos y lo podremos contar, lo contaremos. Y que aunque nadie escuche, sabremos que sí, que aquella no se llegó a tirar a la M30, que existiremos.

Sucesivas

«Ella es tu nueva yo y tú fuiste la nueva de alguien ». Ana R. Pajarito

«Tal si fuese la vida/ lo que el amante busca,/ cuántas veces pisaste/ este sendero oscuro/ adonde el cuco silba entre los olmos,/ aunque no puede el labio/ beber dos veces de la misma agua,/ y al evocar la hondura/ una imagen distinta respondía,/ evasiva a la mente,/ ofreciendo, escondiendo/ la expresión inmutable,/ la compañía fiel en cuerpos sucesivos,/ que el amor es lo eterno y no lo amado ». Luis Cernuda

 

 

1

Es rubia y sonríe. Me recuerda a Julie Delpy en la portada de Tres colores: Blanco. Tiene el pelo rizado y breve.  Se está casando y es feliz. A los lados de la pareja, el hijo de él (con casi la misma edad que ahora), la hija de ella. La foto sigue colgada en la nevera con un imán. El piso es un nido precioso. Honra la sabana africana y los setenta  nórdicos al mismo tiempo. Como en una rima urbana, hay varios elementos que recuerdan a mi propio apartamento. Especias, hierbas, tés y sales en estantes estrechos de madera cruda. También, un montón de libros rebosantes de brisas y de vísceras. Y cuadros por todas partes. Diría que más que él, me gusta lo que él (se) ha hecho estando con ella. O en plural. Nunca la he visto, pero la quiero mucho. Se llama Karin.

 

2

Tiene el pelo castaño, salvaje, y sonríe grande con los ojos achinados. Lleva una chupa morada y vaqueros, tiene las manos y los dedos romos de chiquilla. Nos encontramos por casualidad frente a frente junto al canal, y se hace a un lado para que su novio y yo decidamos con qué cara y qué palabras distintas saludarnos. O quizás sea yo la que titubea. A él parece que le da más bien igual; está feliz y le da igual. Pero yo estoy perdida. Mi hijo la observa y ni siquiera mira a su padre. Después sabré que se llama Annabel, aunque a mí me parece que debería llamarse Matilde. El niño habla de ella a cada rato. Me gusta Annabel, pero sé que nunca le diré nada de todo lo que (no) debería decirle.

 

3

Estoy en Grecia y en Bahía, en la playa, en la taberna, en el mercado. Junto a unos azulejos de la Alfama portuguesa. Me río y abundo, materno y leo. Curvas y rizos. Luz y colores. Mi bebé me mira con adoración. En otras lo miro y me derrito yo. No hay fotos en que su padre y yo estemos juntos, él nunca quería pedirle a nadie que nos sacara. Aún pendo de las paredes de mi antiguo piso porque se me negó la soberanía de descolgarme.  Qué coño se propondrá. Pero yo no quiero estar allí y no quiero que ella me vea. Quisiera que esté todo aquello libre de mí, no dejar rastro, para así estar yo libre, también, de todo aquello. Y de todo lo que ella me recuerda que yo fui, con/por/para/a él. Además, ella se merece una pared blanca, limpia, aunque en un rincón tras el sofá desborden ríos de papel pintado.

 


 

Páginas de libro, cuentas de collar, hojas en tallo. Los contactos entre nosotras serán mínimos pero, por otro lado, estamos engarzadas en un mismo hilo narrativo. Somos el mismo pedazo de madera tallada en esculturas diferentes; somos hermanas, hermanastras. Nos sostienen y nos encienden las mismas manos en tiempos y espacios diferentes, o en tiempos simultáneos, en espacios calcados. Una recibe los besos largos y húmedos que perdió la otra; aquella se pone el albornoz que esa compró; alguna agoniza de lo rica que es esa mano en tenedor que otra le enseñó a él que hiciera en la cama.

La exmujer en la nevera, la novia junto al canal, la madre en las fotos del cuadro. Puedo ser o no cualquiera de las tres y me calma que las tres existamos como tres momentos de una misma rueda absurda de narración y fluídos. Me calman Karin y Annabel, sus sonrisas como puertas de entrada a suculentos laberintos  oscuros de sueños y de deseo, en que yo habito. Sonrisas de mujeres que quieren amar pero que, como compartimentadas, no se dirigirán unas a otras, solo un momento, tal vez, temblando junto al agua. Separadas por membrana celular, por un inquietante sortilegio, separadas entre nosotras, y separándonos de ellos, y juntándonos a ellos. Y separándonos y volviéndonos a juntar. Y follando como diosas al principio. Y marchitándonos y florenciendo.  Y en el mejor de los casos aprendiendo ternura a trompicones. Y así. Y es lo que toca, qué le vamos a hacer: enfrentarnos al devenir con un poquito de alegría y de compás. Y sonreírnos, transformar.

 

 

Imagen: https://www.flickr.com/photos/pedrosimoes7/27172623985