Melchiore. (El deseo)

Te pongo en la cara los diez dedos que me quedan. Hambrientos pero dignos, te subliman la piel a su luz y te la mullen. Palpo tan despacito que registras los toques desplegados como un todo simultáneo, una caricia sorda un tránsito, un rojo canal de parto, un estremecer oscuro. Y te me rindes.

Y aunque me mirases con ese aceite de oliva que te chorrea de los haces de los ojos, no me verías, porque yo soy ya tan solo la meticulosa gana con la que recorro los accidentes geográficos mortales de tu rostro.

Y cuando tu cara toda se vuelva herida pulsátil de placer en la otrora piel lisa de lo obvio; y cuando tu rubor sea prodigio de hermosura que cocina y que bautiza y bate olas; solo entonces, me haré chupar un dedo por tu labio. Será el gesto más solemne que haya hecho (arderé como incendiando el pasaporte). No sin antes recorrer minuciosa su contorno y (aguántandome apenas el orgasmo) penetrar con fervor tu comisura.

Y cuando ya se oiga una música de sangre de los devotos llamando al sacrificio. (Serán mis dedos rasgándote las cuerdas que bombean donde algún día hubo tus labios.) Entonces, pasaré a esmerilar a mano y agua el cristal nicotinado que franquea la gruta tan caliente de mi vicio. Tu lengua, pobre animal que apreso, yo con mis húmedos secuaces, condenado esta noche a morir, estrangulado, por el abrazo de judas de su amigo.

Deseo. Deseo comienza con la lengua aflorando entre los dientes: carnevalva que escapa y se exhibe libre fuera de la jaula de cristal de lo restricto. Implosiona después en un silbido, de vuelta en casa, pero tal vez con compañía, la seducción, susurro, la serpiente, lo paralelo lo otro lo húmedo lo blando, lo que aumenta lo que crece lo que moja lo que esponja, lo que derrite, derrama, derrocha, desparrama. Y así, culmina cayendo en un hiato lento que cierra no cierra que me voy que me quedo, que para dentro que fuera, que en el umbral, que hasta el fondo, que muriendo. Tan solo y lenta y furiosamente de deseo.

Rasheed

Pálpito inmediato. Su forma de andar, como feliz, como bailando. Juguemos a fingir que podemos esperar, a ver si nos sale algo. Madre, ese perfil, esos ojos tan negros, de un lado a otro, esa risa tan niña. Yo trato de escucharlo pero me estremezco, siento de antemano el rodillo de jade de su piel en la mía. No llevo cuenta de la cerveza que nos contamos, de los cuentos que nos bebemos, de nada. Estoy entera para este flujo de deseo apenas velado por la conducta aparente. Darse la mano como con pulpos. Besarse en el metro, empaparse, volar. 

Debo obtener el beneplácito familiar y lo logro hablando de versos sufíes y espiritualidad mística. Por fin se marcha su primo a dormir y, con un rugido, Rasheed se abalanza sobre mi escote. Muerde y chupa como con hambre eterna, él no se esconde. Es una criatura tierna, un niño de uno noventa, animalillo lechal. Tengo puntos de sangre en las tetas, moratones, pero en aquel momento, con Rasheed absorbido por ellas, solo sentí placer, un placer inmenso, doloroso, pero porque era como querer agolpar en un cajón un mar entero. 

Casi como sorprendido, vergonzoso, me deja quitarle la ropa, acariciar su piel en flor de nuez moscada. Rasheed es suave y canela, dulce y tierra, y parece cerrar los ojos negrísimos para contenerse cabal, para no reventar de gusto. Hicimos el amor como bailando, como felices. Sin ideas ni transiciones, solo buceamos. Dentro de mí su cuerpo, el pálpito crece, se hace tambor, ya no oigo nada, y me corro como sin querer, sin registrarlo, toda yo solo soy vulva y zumo.

Me he dormido y me despierto con sus manos de avanzadilla que abren, revuelven, dilapidan el placer como en un bucle. Sin darme cuenta está dentro otra vez, pene de flor de macis, dice que se corre, se corre y lo recibo en un rezo místico, un sacramento, un matrimonio carnal profundo. Y así tres, cuatro veces, no importa cuántas, todo es tan puro. No caben números ni voces ni contornos ni nada que no sea piel, ternura, flujo.

Amamantar a Rasheed, ser adorada por él, que no se crea su suerte, Verle Desnudo en sentimiento y piel, cuidarle. Momentos atemporales, de breve eternidad, trascendencia absoluta, de redención, de arraigo.

Flotante cuerpo deriva

Ir a tumbarse (a hacerse tumba) como si se pesase un quintal, y sin embargo, posarse en la cama ya leve como un pétalo niño de flor, como una pluma, en tránsito de verso, como una ceja que escampa. Y al contacto con la caricia fresca del textil ensimismado, el cuerpo palpitante desabrocha pretiles, fluye en aguas.

Nuestro presente, relato impreso a duras penas en papel de aluminio con un punzón, se desvanece en copos de plata de asunción ingrávida hacia el sol. Descanso, sí, u oración, rezo apasionado que se eleva feligrés en esa espiral de polvo de las hadas. La cuerpa se envulva peregrina hacia la meca del centro místico del ser suyo revelado.

La gravilla sedimenta poco a poco. Se van fundiendo visiones, los palacios, ábsides de pan de oro, naufragan estatuas, mortalejas. Los ganchos se derriten al amor de la húmeda y gemerosa fragua, el rey se queda en mundana ropa interior, con dobladillo y zurraspa, luego se marcha.

Las ligaduras, así, se van soltando; las pinzas y las perchas se entregan extasiadas, y un pálpito templado cabalga las olas rojas de un profundo amor de bomba hidráulica. Lo tenso, explaya; lo contraido, derrama; diástole la sístole; llega por fin la calma plena.

Flotante cuerpo deriva, hecho uno con sus corrientes ocultas, manantiales, profecía, ceguera abisal, sopor nacarado, placidez de huevas. Silencio preñado, fértil. Promesa, verdad y arena.

Así como te amo te descanso. Te acunaré, taparé, portearé, cantaré, narraré, y te acompañaré (te haré), por fin, en un olvido satinado de algas, en un lugar donde la piedra y el agua son hermanas o lo mismo, pues manan generosas de la misma fuente colosal de la galaxia madre, teta viva que rige el tiempo y la materia, que nutre el misterio besable de tus párpados lila que descansan, en mí, que los descanso.

Eucaristía del cuerpo consagrado

 

Ya desde el pórtico te seducen los sahumerios. A los lados, en incensarios de filigrana de plata arden trenzas de romero, salvia y menta untadas en resina de pino de mar, que van abriendo dulce y lentamente sus fragancias al paciente amor de la pavesa. Los aromas van penetrando tu conciencia rendida como una llave de vahos en espiral.

Caminas lentamente, y el mármol del templo se va inclinando a tu paso para ayudarte a llegar. Según avanzas van cayendo tus ropajes, tus joyas, los poderes mundanos, las neblinas del pensar, las palabras que sobran, el alquitrán. En plena y digna desnudez lunar llegas ante ellas. Te presentas. Ellas llevan túnicas y velos de vapor y sueño. Y solo hablan el lenguaje de la piel. Te reciben.

Empezáis el trabajo por los pies. Benditos sean los cimientos alados que te han traído hasta aquí, hasta el corazón lúbrico del templo. Alabáis lo rugoso de la piel de la planta, que a la vez es ternura y clama: caricia, espasmo, pasión, lamido. Dejáis poemas entre los dedos y ellas te imprimen bendiciones en las uñas, escuchan amorosamente a tus tobillos, hormiguean en tus tensas corvas y las hacen, por fin, descansar en la yerba al sol. En las rodillas alzáis plegarias a la dualidad original del turgente hueso y de blanda la corva que te permiten hacer y ser, y caminar vegetal y flexible, y no quebrarte.

Ya no ves tu cuerpo sino que lo eres tan plena y gozosamente que no puedes estar tan fuera de él como para mirarlo ni como para que te duela. Ahora, ellas también están desnudas. Cuando llegáis a los muslos, se echan a temblar los peces ciegos del inframar. Muslos de agua salada y mareas de miel que fluyen. En el coxis, suenan todas las músicas que has escrito con las ancas al caminar. Se oyen percusiones místicas, golpes de palma en la piel tensa del tamboril.

De repente, comienza el canto de unos labios acallados al abrirse, un desperezarse de granada henchida en sangre y en pepitas. Se está entreabriendo una voz que entona melodías como de alga rizada y zarzamora. Ellas lo saben y escuchan con los ojos cerrados y la boca abierta para poderse beber la canción toda.

Ellas siguen la labor y se acaracolan ahora en tu caldero vientre, cogidas de las manos en un corro. Hacen con su alquímica presencia que el veneno se torne latido de vida salvaje y plena. Te limpian con el humo ardiente de su aliento, queman con lenguas de fuego pétalos de palosanto y rosa en el espacio sagrado de tu útera al palpitar. Hecho esto, puestas en fila, contienen ahora tus pulmones como arena de playa entre manos inocentes. Tienen todo el tiempo del mundo para danzar la tonada de tu respiración. Se mueven felinas, gustosas, éxtasis. Saben que el alimento aire es el más preciado don que anima el agua de tu sangre y primavera. Respira. Respira. Respira para nosotras poder bailar.

La flauta se torna de nuevo tañido de tambor y, en el corazón, ellas te cuentan los cuentos-medicina que nunca antes habías escuchado, te desbrozan y limpian de rastrojos el prado del amar, y te dejan, como recuerdo, una medusa lila allí viviendo para que siempre sepas volver con los ojos de la víscera a tu visita al templo, para que no te vuelvas a alejar del territorio de tu carnalidad relatada.

En los brazos, poco a poco, con cosquilleos y susurros se van marchando. Con dedos templados inscriben letras antiguas en la piel suavísima de entre el corazón y la fosa del codo. Recitan nombres ya muertos y enterrados pero que aun dicen, les susurran a tus dedos nuevos platos que sabrás cocinar; presiones, roces y surcos que sabrás ejercer sobre otros cuerpos presentes para el amor; profecías y otras semillas para el campo fecundo del futuro.

Antes de irse, te lavan el pelo con vapor de azahar y manzanilla. Al hacerlo, te susurran silencios inmensos, bisbisean frutas. flores y secretos de humus en oídos abiertos como vulvas en ofrenda. Con todos sus dedos desfilando como blancas novias por tu cara, se visten, se van, se mueren de risa, se quedan.

 

 

Y ya mi piel es un libro tan abierto

Por las noches, para dormirse, Maureen se contaba el relato de les amantes que había habido. Día tras día, en el momento de encontrar la postura preferida para yacer y cerrar los ojos, se ponían en marcha como un automatismo esos momentos otros en que Maureen había rendido la mirada ante un avance grosero, dulcísimo, de placer soberano. Entonces, Maureen recordaba. A partir de un sudor, de un temblor, de una postura o de un verbo: la piel, voz de la víscera, contaba. Cada día un capítulo distinto, o a veces el mismo durante semanas. Podía narrarle un amor entero, desde el trabarse gozoso hasta el absurdo neumático del fin; o tan solo una tarde de pipas, una espalda borrosa, la filigrana en piedra de una boca insolente y roja. Cualquier detalle era susceptible de ser recuperado por el cuerpo parlante de Maureen. En realidad, todo había comenzado una tarde cuando comprendió, gracias al primer lápiz de crucigramas al que encontró desamparado en la ensaladera, que la memoria era carne, que su cerebro era cuerpo, y que la mente se le estaba empezando a desvanecer junto al grosor de su pelo, su vigor muscular, su estatura, su porte y su poder adquisitivo. A partir de ahí, decidió emprender un viaje heroico hacia la caricia postrera, aquella electricidad de piel cuya sombra la llevaba sobrevolando demasiado tiempo: ¿acaso habría una más? ¿Sería tocada? ¿Sería vista, oída, olfateada, contenida, habitada, desparramada, bebida? O no sería, se dijo Maureen, pero ya no importaba. La victoria está hecha de tiempo y de palabra. Y ya mi piel es un libro tan abierto.

Dolor folicular

Tú estás ahí a lo tuyo, manejando sueños e ideas como serpentinas o brazos de diosa hindú, recogiendo restos amarillentos del desayuno o produciendo valor para el capital, como sueles, como si tal cosa. Haces como si nada, como si no estuviera ocurriendo, has olvidado. Y sin embargo, sucede. Una y otra vez, impepinable, fecundo, como esos perdidos veranos de sal quemada en la piel y erizos abiertos. En el arcano de tu cuerpo-templo, en las tinieblas rosadas de tu vientre, que huelen como el mar profundo huele, a mar y a pulido corazón de caracola. 

 

Un envoltorio de carne y pálpito a la izquierda o a la derecha de tu útera se rasga desde el interior, como haría un cuerpo madre. Sin mirar, sin ojos, como si no fuera magia. Y al abrirse, pare un huevo, así de grande, así:., como este punto:. Y el milagro oval se convierte en la célula más grande de nuestro cuerpo. La célula reina. Que ya viene muriendo, sacrificada, tras unas horas de gloria efímera, plasmática y brutal.

 

Y ese paso duele un poco, a veces, si estás atenta para recolectar el dolor. Mittelschmerz. Dolor del medio. Se trata de un dolor no inflamatorio, no hay tumefacción, calor, rubor. Es algo así como sentirse habitando el alma de la fibra que prolifera, bailando en el centro geográfico o cintura de la madeja. Es un dolor centrífugo, hacia fuera, espíritu de lo que expande y grita por un espacio propio. Es, quizás, como el dolor de los peces al crecerse peces grandes. Como un dolor de niñe en una ciudad sitiada. Como el dolor de unos ojos vivos arañándose contra una valla infranqueable de crueldad muerta.

 

El “folículo” es la bolsa, el origen-raíz nutricia, la función de maternar. Viene del latín y quiere decir saco, recipiente hinchado, con espacio y aire en su interior. Como palabra, está relacionada con el fuelle, con la huelga, y con el follisqueo, también (follar=darle al fuelle), Las malas lenguas etimológicas dicen que la raíz más antigua de la palabra además daría falo en griego, por aquello del receptáculo que se llena de sangre y hace de sí un estandarte cultural bajo cuyo yugo aún tratamos de ovular malamente, como podemos, con un dolor del demonio, o sin conciencia. 

 

Yo quisiera que todes quienes ciclamos empezáramos a ovular bonito. Luz y paz y música de algas nos deseo para el recóndito, sacral y valiente viaje heroico de nuestros huevos, que sí lo son, que no son perlas, que son huevos.

 

En los pozos del petróleo

Hoy, Montaña-golondrina desembarca en Playa Medusa y hace un molde de palabras de su tripa abierta en canal. (Vuelve siempre que quieras a tu playa a descansar, hermana.)

 

Premen día 26. 16 de mayo del 2018

Y te espero y te espero.

Mientras, me espero.

Entre lágrimas y aullidos que desgarran mi garganta.

Y puñetazos que procuro sean en blando, porque el dolor de manos lo recuerdo.

Aunque no recuerdo el dolor de no sabernos.

De perdernos en un rato que resulta infinito,

Como el símbolo de nuestras muñecas, esas que sostienen la cuerda que cada vez es más larga.

El temor a que se rompa me persigue. Me asalta cuando oigo su nombre.

Se me desgarran las heridas que nacen del cierre de mi ombligo.

Ese que aun late entre la agonía que supone un trozo de carne que se pudre desde hace 33.

33 años por muchos kilómetros y dividido en 2.

Uno pareció que se acortaba, aunque en realidad era porque el otro se alargaba.

Unida a ti y a tu escucha, revelando-me-nos en palabras anticipadas.

Tanto se ha alargado que pareciera que cualquier rama de esta primavera tan oscura,

pudiera cortarlo.

Me declaro adicta a vosotras, mis dos Íes, porque habéis sido mi único alimento.

Ahora sumo otras dos que aligeran el peso de mi alma. También una B en la que reposo.

No es que tenga más problemas ni más heridas que vosotras.

Solo que gestionarlas, me cuesta esa misma vida que me dais.

Y veces, cuando resta más de lo que sumo, desaparezco en el intento de intentar sostenerme por mi misma.

Sin cordones, volando libre como mi nombre augura. Aunque sin saber hacerlo aún.

Nombre de esperanza, de utopía, de oxímoron con mi personalidad catastrofista.

Siempre volvería al nido, eso sí. Y aquí sigo, en un nido pelado que me mastica.

Entre estas cuatro paredes en las que me creo crear,

Y en la que a ratos, solo clavo la propia tumba de mi soledad.

Y te espero. Espero esa llamada en la que me digas que has encontrado la empatía.

Esa que no estas siendo responsable en perder cuando su nombre asoma.

Me quedo sola, no habrá alimento desde cordones putrefactos o cuerdas infinitas.

Solo pienso en el pasado. Ahora no hay futuro,

y el presente ha salido volando en el intento de meditación de hace un rato.

Exceso de empatía, darme a las demás para existir, saberme existir únicamente así.

Esa es mi perdición, donde llevo años en bucle dando vueltas,

Y no en cíclico como me hago creer.

Soy el círculo doble cerrado. Entretejido entre el cordón putrefacto y la cuerda infinita.

El humo me alivia y es el único alimento que se darme cuando habito desde los pozos de petróleo.

Las palabras me crean adicción, cuando en ellas busco incesante una frase que me diga.

Me veo reflejada en el fondo de pantalla, tan triste como la niña no alimentada que fui.

Cuando el teclear deja de salvarme, sé que ya solo me queda rendirme.

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(Dibujo realizado con sangre de mi parto)

Hacer balance ¡y a ciclar!

Aunque es pronto por la mañana, el aire tiene hoy la consistencia de un visillo de ajuar a media tarde.  El día me sabe a brote, a frescor de poema dormido entre gasas. Tras un rato de dejarme imantar por sensaciones clorofílicas, me detengo cabal al quicio de la descarga. Tengo que hacer balance y sacar la placenta del congelador. Llegó el momento.

Año y medio después de dar a luz, percibo que estoy madura para salir del espectro emocional del parto. Debo despedirme del puerperio, ahora sí. Lo pienso mientras coloco a la criatura en la sillita desde la que me acompaña en la bici. (Todo este tiempo de porteo, carrito y autobús eché mucho de menos mi adorado vehículo, que simboliza espacios de posibilidad de mi vida escandinava.) Voy cantando cualquier canción arrumbada de la década de los dos mil y ya-no-bebé me acompaña con sus himnos élficos a grito pelao por la callejuela. Estoy profundamente contenta de vivir (vivir a lo ancho, no solo residir) con esta personita tan linda.

Amo la oportunidad que me da de aprender de lengua, de sociedad, de emoción y relaciones. Poder observarla en sus juegos, cómo empieza a narrarse el mundo, cómo confía en otras humanas, cómo se autorregula… es un regalo impagable. (Transito una ovulatoria  de chocho-cocacola con La Madre muy a tope, mejor no sigo…)

Volver a ciclar de nuevo es un descanso. La primera preovulatoria fue como quitarme toneladas de dolor comunal de encima. No seré yo quien abomine del estado hormonal/psíquico de mi puerperio. Antes al contrario: recorrer estos dos años y pico de preñez, parto y lactancia ha sido mi viaje iniciático, mi darme a luz y dilatar a partir de un agujerito el ancho espacio existencial que reclamo para la condición del ser de mis carnes y mis frases. Pero si menstruar mola, aunque en esta sociedad, duele, el puerperio ya ni te cuento…

Durante estos dieciocho meses de ser artífice de dos cuerpos simultáneos, he estado llena, llena de amor por la especie y el entorno.  (Amor no correspondido.) Toda la energía de mi cuerpo, orientando mis pensamientos y emociones, miraba hacia la creación de vínculos. El de mi bebé conmigo, pero también el mío con las abuelas, con las primas, las tías, las hermanas, les demás, el todo/la diversidad. Esto tiene pinta de función evolutiva, de tejedora psicológica puesta en marcha para la pervivencia de una especie gregaria.

Me han dado un plantío de calabazas. Yo entusiasmada vibrando de parto reciente carne calentita regazo florido busqué madre. Madre actualizaba twitter. Busqué suegra. Que me quería quitar al bicho para maternarlo ella. Busqué hermana. Que perseguía descalza a príncipes pedorros con mocasines. Busqué a otras puérperas. Y las vi hundidas, deslavazadas, átonas. O incólumes, con el alma acumulada en la cara interna del rostro y la eficiencia neoliberal en la leche. No conecté. Busqué colectiva. Qué frío. Tiritamos en la tundra social a la que hemos sido arrojadas. (Menos mal que existen personas ecológicas y orgánicas con las que cultivarnos juntas en rebeldía).

Adiós, puerperio. No seré más carne desnuda y lábil mendigando pertenencia y pertinencia ante oídos y espíritus tapiados. No en un sistema atroz como el que nos coloniza. Atesoro la fuerza impetuosa, la creatividad hechicera, la visión afilada que me has dado. Seguiré ejercitando los dones que me trajiste para mantenerlos siempre rodando. Digo gracias. Y me monto en la cicleta de mi cuerpo vivo y potente. Salgo al camino a florecer, morir, renacer, volverme un pedazo de tierra que resistirá plagas y maleficios químicos gracias a la vida persistente arrogante majestuosa triunfal. La que me salió por el coño. La que he logrado recuperar para (ahora sí) mi cuerpo soberano.

 

 

Brujesas y princesujas

¿Por qué todas las niñas quieren ser princesas? ¿Por qué nadie se disfraza ya de bruja? ¿Qué esconde el término caza de brujas? ¿Por qué hordas de evangélicos recibieron en Brasil a Judith Butler con gritos de bruja, bruja?

Érase un sinnúmero de veces, en la polvorienta mentalidad patriarcal que arrastramos y revitalizamos a cada generación (y no parece que de esta la vayamos a aniquilar), cuando nacemos y nos ponen el sello de «mujer», recibimos a través de la cultura unas fronteras al cuerpo, unas opciones limitadas de formas de ser. Estos modelos de mujer se transmiten sucesivamente a través de representaciones icónicas y narrativas que contienen personajes reconocibles y recurrentes: los arquetipos culturales. Virgen/puta. Princesa/bruja(hada). Esposa/querida. Señora/criada. Son fantasmas de sentido y norma que recorren todas las producciones culturales y las enlazan, así sean narrativas (textos en cualquier formato), arte, producción de objetos, imaginería, moda, etc.

El folclore y la psicología son madre e hija. Y el padre en esa fecundación sería el mundo material que nos rodea. Por eso me preocupa tanto que la ropa de H&M (entre otros muchos elementos salidos del señorío estado-corporaciones que nos gobierna), se empeñe en segregarnos por género y de hacer que todas las niñas (quieran) sean princesas.  No me cabe duda de que debemos empoderarnos también en lo simbólico si queremos que el empeño feminista se asiente sobre bases sólidas y perdurables. Es cierto que no nos cuentan ni contamos cuentos de hadas, que ya no hay criaturillas del bosque poblando nuestras noches en torno a la hoguera; sin embargo, el cine comercial, las series de televisión… la industria de la narrativa audiosivisual, en fin, bebe de las arca(da)s disney y alimenta a su vez el resto de imaginario cultural que nos empapa y atraviesa, que nos materna (pues nos des/legitima, nos da una razón para vivir y nos enlaza con nuestros congéneres): revistas, youtubers, cantantes de moda, tiendas de ropa, etc.

De entre el mogollón de diosas y diosillas grecorromanas (que ya son menos y menos potentes que sus antecesoras estruscas, anatolias, mesopotámicas, etc.), la primera cultura eurocristiana reduce los arquetipos (el espectro de funciones sociales) de las mujeres a dos: la vasija inmaculada (que ni folla ni pare)/la puta más callada que una tal. (El evangelio es un hirsuto paroxismo de lo macho-gay.) Esas son las guías en torno a las que el carácter y los cuerpos de las mujeres debían acorazarse para existir en sociedad, para poder ser leídas.Y, a decir verdad, no hemos avanzado gran cosa desde entonces.

En los cuentos folclóricos que nos han llegado (que de un rico cultivo popular fueron mutilados, disecados y empolvados por hombres bien de clase alta para que se les parecieran), los arquetipos se mantienen y se reproducen hasta el infinito/actual. Desde los hermanos Grimm hasta Britney Spears. Desde Andersen a Amancio Ortega. La idea profunda, de base, no cambia, es la misma. Las posibilidades no se nos amplían.

En nuestra cultura, la mujer aceptable es denominada princesa. Es aquella de la que se habla. Es una aristócrata, es decir, tiene una posición social (y una serie de posesiones) que mantener (cuestión clave). Es una, es individual y nunca tiene amigas ni por supuesto madre. Se sitúa por encima de lo concupiscente y lo material, por encima de su propio cuerpo. La princesa se escribe como una víctima que necesita ser protegida y a la que se hace daño; como un objeto, premio que se entrega/recibe y que debe ser bello de acuerdo a los cánones del momento. La princesa ocupa poco, no posee subjetividad, temperamento ni movimiento, siquiera. Está encerrada en el torreón-falo aristocrático a la espera de que el caballero con lanza-falo burguesa venga a rescatarla. Belleza-Bershka, matrimonio, procreación, (más trabajo de cuidados, quizás, aunque este suele esconderse), son sus cárceles. No tiene más poder que sus argucias «femeninas». Está sola y sin arraigo. Su cuerpecito mermado acarrea el peso de la moralidad del momento. No es una persona, es un estuche.

La mujer no aceptable es denominada bruja. Y eso es todo lo que significa bruja: mujer inaceptable. Por ejemplo, inaceptable en su defensa de la comunalidad y del saber colectivo (léase, por diosa, a Federici) frente a los proyectos protopatriarcocapitalistas del medioevo. En general representa lo que la sociedad reprime, oculta e ignora de las mujeres. Por eso no tiene hombre, y no habita la ciudad sino en los márgenes. Puede ser oscura, sucia, vieja, regordeta, racializada… Su ropa no tiene protagonismo porque no es un personaje que deba aparecer. Su presencia es una  amenaza que se utiliza para generar temor. Su nombre devalúa, asusta, debe ser ocultado.

La palabra bruja tiene origen desconocido, quizás prerromano, o tal vez tenga que ver con brewery, con poción, bebida, o con volar. (Princesa viene de príncipe que sencillamente quiere decir en latín «el primero»). Lo bruja toma formas diversas a lo largo y ancho de la orbe y de los siglos, pero ampliamente se puede entender como lo femenino que se sale de la norma (por eso vuela, en movimiento ascensional), que no acepta la moral vigente (asociación demoníaca, herejía, apostasía), que revela su concupiscencia (maneja la escoba, alcahuetea), tiene poder sobre los cuerpos (control de la reproducción), aplica las fuerzas de la naturaleza en la salud (pociones mágicas) y tiene un conocimiento profundo de la lengua y su poder (maleficios, conjuros, agüeros). La bruja está en manada (aquelarre) y no se puede conocer a simple vista, no está colonizada por el conocimiento patriarcal (nocturnidad, misterio, clarividencia, oráculo). La bruja emerge con lo tejido (parcas), lo líquido (puchero), lo verbal (invocaciones). Las fronteras entre lo vivo y lo muerto no están claras en ella. Por eso, la bruja es el no-sistema, es la no-razón, es lo no-lineal, es lo no-reducible a fórmulas, funciones, ni siquiera a palabras.

Cuando nos deshojamos el cuerpo de princesismos reviven las diosas antiguas, surge la bruja. Nos expandimos, volamos, miramos a nuestro deseo a los ojos. Encontramos todas las formas de ser que nos fueron robadas. ¿Cómo nos llevamos con ella? ¿Qué dice, en qué lengua? ¿Quién la entiende, con quién quiere pasar tiempo, a quién no soporta? Vuelven a nosotras los calderos, los tejidos, las amigas, el susurro del bosque. Los corazones se convierten en una bomba muscular que palpita y huele a sangre.

Debemos romper las cadenas que desde voces muertas se les imponen a nuestros cuerpos. Ha llegado el momento de tomar conciencia y repartirnos las cartas a nosotras mismas con los ojos bien abiertos. Volvámonos brujesas, princesujas. O vayamos descartando a la princesa, y que de su tierno cadáver nazcan mil flores que alimenten a nuestra cuadrilla de hechiceras.

 

Imagen: http://www.thaliatook.com/index.php