
Cantar y morir, si eso
Se trataba de nacer y atravesar como si nada la épica membrana del silencio y la inmensidad nocturna de la cara cóncava del huevo. Aunque ya antes, desde dentro, las palabras habían vibrado en la música vertebral y susurrado las miserias de los días de mamá y otras cicádidas.
Poco después, te otorgaban la violencia más excelsa, te sometían a la belleza más terrible: darte un nombre. Una clasificación de herbario, unas sílabas verdes que al ser hendidas hagan correr la sabia blanca cultural de los tubérculos. Una forma, un molde, un contorno vil. Pero que, como todo anverso, traiga consigo un envés, un vacío: la deliciosa conciencia triste de no ser todo aquello que no se llamará como tú te llamas, ni se volteará ni marinará contigo en ajo ni en perejil ni en vino. Todo aquello que no se dice con tu palabra ni huele como tú (a gardenia y a sobaco) ni se cimbrea al caminar con tu misma única frecuencia.
Carne vegetal nervada y sedienta de agua de riego con un nombre en latín, te volvías. Y para lograr absorber minerales de la tierra, para que no te quitaran el sol, ni te negaran la lluvia, necesitabas cubrirte con nuevas membranas de voz y queratina. Muros, capas, categorías. Corazas, Verdades (de uve mayúscula), celulosa, tegumentos, lo indiscutible, venenos, toxinas, tallos fibrosos, panoplias, razón, espinas.
Lo hacías chupando por las raíces voces viscosas y marrones; admitiendo que se te adhirieran como lapas las lenguas gritadas que traía el viento; abriéndote en pulpa viva a las palabras-frutas del agua; sometiéndote en la fragua de calor y sed de los verbos conjurados por el fuego.
Organismo transeúnte, mamabas palabras de muchos mundos, cinceladas a bocados, lamidos y dentelladas bajo muchos cielos distintos. Palabras que sabían a comidas lejanas, espirituadas en otras fes y otras especias. Heredadas de bocas desesperadas, bocas que rumian, bocas que saben a mar, que saben a boca, bocas animales, bocas de libro, labios que se preñan penetrados en tinta, labios en dedos, dedos en labios, labios apergaminados de palabras adelgazadas y facas y dagas y otros metales y otras mentiras y melodías.
Y con todos esos pedazos heridos de alas, feliz de purito dolor, cosías tu canción de cigarra de verano. Y te sentabas ahí en una hoja a cantar. Muy alto pero bajito para poder oír si, por si acaso, alguien pasase por ahí y pronunciase el embeleso de tu nombre a la sombra del peral de agosto en el que esperas-cantas.
Y después, era cuestión de, si eso, ir muriendo. Poco a poco, o de repente; que daba igual, que no importaba.