Cantar y morir, si eso

Se trataba de nacer y atravesar como si nada la épica membrana del silencio y la inmensidad nocturna de la cara cóncava del huevo. Aunque ya antes, desde dentro, las palabras habían vibrado en la música vertebral y susurrado las miserias de los días de mamá y otras cicádidas.

Poco después, te otorgaban la violencia más excelsa, te sometían a la belleza más terrible: darte un nombre. Una clasificación de herbario, unas sílabas verdes que al ser hendidas hagan correr la sabia blanca cultural de los tubérculos. Una forma, un molde, un contorno vil. Pero que, como todo anverso, traiga consigo un envés, un vacío: la deliciosa conciencia triste de no ser todo aquello que no se llamará como tú te llamas, ni se volteará ni marinará contigo en ajo ni en perejil ni en vino. Todo aquello que no se dice con tu palabra ni huele como tú (a gardenia y a sobaco) ni se cimbrea al caminar con tu misma única frecuencia.

Carne vegetal nervada y sedienta de agua de riego con un nombre en latín, te volvías. Y para lograr absorber minerales de la tierra, para que no te quitaran el sol, ni te negaran la lluvia, necesitabas cubrirte con nuevas membranas de voz y queratina. Muros, capas, categorías. Corazas, Verdades (de uve mayúscula), celulosa, tegumentos, lo indiscutible, venenos, toxinas, tallos fibrosos, panoplias, razón, espinas.

Lo hacías chupando por las raíces voces viscosas y marrones; admitiendo que se te adhirieran como lapas las lenguas gritadas que traía el viento; abriéndote en pulpa viva a las palabras-frutas del agua; sometiéndote en la fragua de calor y sed de los verbos conjurados por el fuego.

Organismo transeúnte, mamabas palabras de muchos mundos, cinceladas a bocados, lamidos y dentelladas bajo muchos cielos distintos. Palabras que sabían a comidas lejanas, espirituadas en otras fes y otras especias. Heredadas de bocas desesperadas, bocas que rumian, bocas que saben a mar, que saben a boca, bocas animales, bocas de libro, labios que se preñan penetrados en tinta, labios en dedos, dedos en labios, labios apergaminados de palabras adelgazadas y facas y dagas y otros metales y otras mentiras y melodías.

Y con todos esos pedazos heridos de alas, feliz de purito dolor, cosías tu canción de cigarra de verano. Y te sentabas ahí en una hoja a cantar. Muy alto pero bajito para poder oír si, por si acaso, alguien pasase por ahí y pronunciase el embeleso de tu nombre a la sombra del peral de agosto en el que esperas-cantas.

Y después, era cuestión de, si eso, ir muriendo. Poco a poco, o de repente; que daba igual, que no importaba.

mamen macera

A SB

 

A mamen se le está desbordando

el amor

de su cuerpo en apariencia chiquitita
Amor de pueblo, de hermana, tribu,
amor de niñas

amor platónico por su ángel macerado.

 

A mamen el amor le gusta lento
bañado en aguardiente, licor, aceite,
mezcla agridulce, vino, vinagre,

saliva rebosada o mar de llanto.


Macerar:

«reblandecer tejidos

por el contacto prolongado

con un cuerpo

líquido» que abarca

es navegado

y que se enjuga asimismo

del sabor del cuerpo otro

en solidez

que ha sido valientemente sumergido.


O quizás

«mortificar, afligir carne

con penitencias»

con silencios

con ojos/globos que estallan en cristales

al mirar la lista de guasaps

en que, angelito, no se te ve

ni se te espera.

Estás con otra. Te fugas. Me la añoras.

 

Pero que no, mamen, que no,

que no digieres ni modulas

ni acotas ni recortas ni moderas

ni entrenas ni lo justo ni fronteras

ni mides ni moldes ni alejarse.

Mamen te rebelas e implosionas

de deseo volcán

en tu cuerpo mantra de rodillas abrazadas

y sigues sola.

 

De entrada,

vamos a ser juntas “para tanto” y para más

yo te acompaño

(yo somos muchas).

Y vamos a enseñarle a Platón lo que sí es amar

que ame bonito y en salmuera de caricias

y acabarán llamándole “amor nuestro”

amor de cocina, de lumbre, de azulejo

amor intenso sediento de la mamen

amor de calmar la sed, amor

amor de cerca, amor de casa y de las cosas

amor que hace temblar al sistema

de los muertos.

 

Amar mamar mamen, lo sagrado,

lo que une,

el fuego de la verdad que custodiamos

en plazas, en bragas, en artículos

y en besos de, por fin, besos.

De “a estos besos me podría acostumbrar”,

dedos indistintos marinando

en bocas desarmadas que se licuan.

 

Hazme el favor, angelito de la guarda,

bájame la ídem y las tasas

que el macerado está listo y ya ha llegado

la hora de cenarse poco a poco

Que Salinas decía tonterías

(otra dicotomía patriarcal que reventamos)

que mamen amante y amada y fue y será

y me le vas bebiendo lentamente

los lunares tan salados de la cara.

 

Imagen de Severija Inčirauskaitė

Violeta y la estrella

A 12o

Violeta afirma sentir su cuerpo y su forma de ser inadecuados para los roles que tiene que representar en su trabajo. Violeta sostiene ser de una manera y no entiende por qué, para ganarse el pan sin gluten y la quinoa, tendría ella que cambiar, y encarnizar egos encorbatados y con acento de Oxford que son de otros, que no son suyos. Pero lo que Violeta no sabe es que eso es lo más digno que le puede suceder, eso de ser inadecuada.

«Adecuado» viene de ad- al lado de, y aequus, que significa igual. Violeta no está al lado de lo igual. Y lo igual en este parque temático de Patriarcapitaland sabemos que es lo violento, lo dominador, la impostura. Violeta no ha naturalizado que ser tenga que significar engañar y competir. Ella, sostiene, está deseando poder relacionarse desde la ternura. También en el trabajo. Pues… ¿quién ha decidido que lo profesional sea lo desapegado y lo violento? Por ejemplo, ¿quién trabajó más, Jacob, engañando a su hermano, a su padre, y a su suegro para obtener poder, o Raquel, Lea y sus criadas, amando/nutriendo a sus doce hijos?

Violeta afirma sentirse también disfórica. La disforia es la no-euforia. Euforia viene del griego, de eu-, que significa bien y foro que quiere decir llevar. O sea, que estar eufórica tiene que ver originalmente con saber bregar con esto de andar en la vida y hacerlo desde la alegría, la abundancia y la fecundidad creativa. Pero Violeta no lo lleva bien, está en disforia. Y, como arriba, casi podríamos decir que hace bien en estarlo. Porque nos honra estar desconectadas de esa forma de machacarse, ignorarse y utilizarse que impera en el patriarco-lugar de trabajo.

Ella está hundida y confusa. Pero yo sé por qué le pasa todo esto. Lo que le pasa a Violeta… es que es una flor. Una flor, es decir, vegetal, terrestre. Una flor que sabe oler a belleza y tiene en las yemas el tacto sedoso de la vida.

Los robinsones del mundo seguirán perfeccionando su obra de destrucción y asfalto. Echarán más hormigón en las molleras y nos construirán benidores en los espacios entre vísceras. Le harán (más) la guerra a las pieles en contacto, ilegalizarán las lágrimas, le pondrán tasas al apoyo y a lo mutuo. Golpearán puños cargados de razón sobre pechos en disnea, silenciarán los dulces susurros del afecto y lo ocuparán todo, todo, con sus pantallas de cristal líquido. Dispositivos sobre cunas, entre amantes, bajo cazuelas.

Entre tanto, nos iremos retirando más y más a las periferias del sentido. Allí colocaremos una estera de trenza sobre la yerba pelada y haremos un picnic de croquetas de amor y bacalao. Juntas, latiremos, y con el agua de las vulnerablidades propias corriendo libre, apagaremos el fuego de la herida de la otra. Apoyaremos cabezas en panzas, nos estiraremos al sol y a la luna (que se abrazan y se tocan y se corren) y contaremos estrellas mientras nos contamos cuentos de rebeldía y angustia y tocamientos clandestinos. Y cuando allí vengan también a buscarnos, arderemos juntas en una carcajada inflamable. Y tal y como ocurre con las estrellas más retozonas, se seguirá viendo nuestra luz durante milenios. Y luego, volveremos a acuerpar y seguiremos bailando. Y que nos lo quiten lo bailao, que nuestros zapateaos eufóricos seguirán retumbando hasta que la Vía Láctea reviente como una palomita de maíz en su microondas.

Así que ahora en primavera, cuando veas a Violeta, y también a Rosa, a Jacinta, a Margarita, a Azahara, Cintia, Begoña o Azucena, acuérdate de que se sienten inadecuadas, disfóricas, y que se debe a que ellas están del lado de lo vivo, y que no pueden llevar sobre sus estambres el peso de un sistema de muerte e inanición. Siéntate con ellas (si quieren) y pregúntales si quieren tomar algo, un abrazo, un masaje o una torta con hummus. Tal vez les apetezca un cuento, un paseo, un chiste, que les froten los pétalos… o bailar a carcajadas, medio cayéndose, en el lomo galopante de una estrella.

Relenguación en ternura para una pandemia fiera

Se nos cae la realidad consensuada, se nos caen horarios, rutinas, planes. Se nos caen las paredes encima a ratos, se nos cae encima el cuerpo de la persona confinada al lado. Caen en picado los índices de polución, caen las miguitas de pan de Pulgarcito que nos llevarán de vuelta a los restos del naufragio, caen bragas (espero) y por caer, se nos cae hasta la lengua que sabíamos. Pero es un caer como el caer de las hojas en octubre, elijamos creerlo. Es un caer de la luna pendiendo hacia lo oscuro, el caer de la sangre no violenta. Caer (cadere) dice lo mismo que cadáver. Y la muerte es la tinta, ahora más negra y clara, con que escribimos el regalo de la vida. 

 

Menos mal que existen las videollamadas, sí, pero ¿qué decirnos cuando hay poco o demasiado nuevo que contar, cuando los puntos de referencia han cambiado radical? El sofisticado tipo de comunicación que la lengua humana supone funciona gracias al trabajo de millones de marcos de conocimiento compartidos entre las personas implicadas en un acto de hablarse. Las unidades más mínimas y técnicas de esta complicidad serían las palabras lingüísticas, tú y yo sabemos (creemos) lo que una “col” quiere decir, o que “salía” sucedía antes, cosa que una persona de Seúl no necesariamente sabe. Pero hay mucho más. Factores socioeconómicos, culturales, corporales pero también intereses, deseos, relatos, dolores, viajes, guerras, (est)éticas, epifanías, platos, calcetines… las hebras del tejido de la existencia y del yo hacen que al tirar de ellas frente a alguien, esa persona comprenda, o no. “Tú y yo nos entendemos”. O “es como si nos conociéramos de siempre” podrían ser muestras de este fenómeno importante, trascendente, religioso, de expresarnos y de sentirnos comprendidas frente a una otra.

 

Por otro lado, ¿qué nos decimos al encontrarse nuestros ojos entre sí, frente al cadáver? Hay un pudor especial que da saberse en una tragedia compartida. Los tinglados de la feria de necesidades, emociones y mensajes del contacto cotidiano hay que montarlos en otra parte. Por ejemplo, “hola” todavía sirve, pero ya no vale “qué tal-bien”. Ahora hemos de preguntar de veras “¿cómo estás?”. Para vernos. Para invitar a la gente a verse, saberse. Por ejemplo, pienso en esas personas que estarán cuidando sin pausa posible, a criaturas, a dependientes. Cómo estáis. 

 

Las expresiones que inician conversaciones tampoco valen: dónde estás, qué vas a hacer este finde, qué pasó anoche. Tampoco los cierres: a ver si nos vemos, te llamo otro día y quedamos, pásate por aquí una tarde. No podemos preguntar qué tal con Chema, o con tu madre, o con el crío, si el piso es pequeño y nos van a oír. No hablamos de eventos, partidos, clases. No es fácil calibrar el lugar común donde nos encontraremos para comunicar, serpenteando como vamos entre distintas emociones y estados de lo mental.

 

Para cuidarnos, podemos replegar los relatos de lo cotidiano, a menos que vengan preñados de alegría y puedan fertilizar otros hogares. Propongo decirnos cuentos, poemas, canciones, en los mensajes escritos, de voz, en las llamadas. Lanzarnos un fragmento una a la otra, y ver a ver qué despierta en nuestra entraña. Estar juntas y hablándonos sin tener que rasgarnos en la  alambrada de la nueva realidad consensuada, que está por negociar, que aún no es carne sino un mejunje viscoso que da miedo. 

 

Pronto volverán las verbenas y los mercados, pero serán otros; los amaremos.

 

Feliz año nuevo persa, feliz equinocio de primavera. Que también hace su trabajo y llega.

 

Ablución

Agua limpia lava lava

lava la piel por dentro

lava el verbo, la saliva

purifica

y que se logre oir a la piedra

Lava el aire, engendra flores

entre las líneas del cuerpo

Agua lava lava lava

tacta palpa desanuda

libera desentumece

percute revitaliza

el agua fresca que lava

nube menstrúa, renueva

Cada gota, dos manos fuertes

Cada gota, antídoto, aceite

fuerza que me sacude, fluye

me licúa

desde soldado a nenúfar

a anémona reina

desde enciclopedia compilada del saber occidental

Transustancia, persevera, hermana

el agua es leche

el agua trae, mucho

lava agua lava lava

pellizca el veneno, fuera

matamadres comeniñas sacavidas

Tenemos (aún) el agua.

 

(Ad)mirarnos I

En este presente nuestro, estamos imantadas por la responsabilidad de crear una nueva cultura posible. Una cultura cíclica, menstrual, feminista (no anti-)maternal, antirracista y decolonial; una cultura del cuidado y la salud ecológica de los seres y su entorno, una cultura que ponga en el centro la vida, una que merezca la alegría ser vivida… para todos los organismos de la tierra. Somos las artífices de una nueva forma de interrelacionarnos en que la jerarquía de seres —unos privilegiados siempre y vociferan, otros mueren silenciosos entre estertores de miseria—, va a pasar a las catacumbas de la historia.

La justicia horizontal e igualitaria no es todavía tónica en nuestras relaciones, estamos en proceso de reinvención y partimos desde una mochila verdaderamente sórdida. Nuestras propias prácticas, ideas y aproximaciones están impregnadas de jerarquías y heterarquías, afectos cuestionables, enredos de palabras ajenas que ocultan tejido enfermo y proliferante. Pero hemos de sernos francas y pacientes: poco a poco sanamos en colectiva la herida trágica del kiriarcado. No debemos ser duras con nosotras mismas, pero tampoco cejar en el empeño de restituir la posibilidad sana de la existencia terrícola.

Es sabido que las relaciones entre cuerpos vulnerabilizados también pueden tender a espejear violencias sistémicas. Y es que no es que vivamos en un sistema que lastra violencia clasista, sexista, racista, especista, adultista, etc., sino que nos tambaleamos en el corazón de un sistema basado en  la división jerárquica de los seres. A imagen y semejanza de la matriz de sentido a la que pertenecemos, a menudo nos guían impulsos que la reproducen. Las )»izquierdas»(, las )»feministas»(, las portadoras, en fin, de un nuevo mundo de cooperación y alegría no debemos perder demasido tiempo en guerrear con enemigos ajenos: la lucha primera y última, el alfa y omega de nuestro deseo político de liberación consiste ni más ni menos que en sacarnos de dentro la ideología del dolor que nos consume.

La migración lenta

Toda migración es una violencia contra el cuerpo. El organismo migrante queda vulnerabilizado, expuesto en espacios crudos a creencias de límites difusos, si no afilados. Rodeado de otros cuerpos que quizás vayan a amar, quizás (más probablemente) agredan, tal vez invisibilicen y maten de hambre al cuerpo migrante, que no merece comer. Como migró, ya no merece.

Justo antes del asalto, timbran unos momentos de silencio, de cámara neumática en el alma. Ahí queda cuajada nuestra lengua. En un silencio preñado de fe, inacción que hace inventario de las fuerzas y los relatos que le quedan al cuerpo, cansado del viaje y de cargar tanto (siempre demasiado equipaje, aun así siempre menos de lo que se necesitará).

Toda migración es un golpe tajante a la lengua, que forma parte orgánica del cuerpo. Pero frente a la rapidez con que son transportados los cuerpos mediante la tecnología de las cosas, la lengua siempre se queda atrás, y tarda mucho, mucho, en llegar a la tierra prometida. A veces años, décadas. Pero a menudo sucede que nunca llega. Entonces la persona migrada se vuelve cuerpo-parapeto, cuerpo de alma desgajada. Cuerpo que se sobra o que se falta porque no puede ser ya en relación con otros cuerpos. Sombra de un cuerpo. Cuerpo obligado a nacer de nuevo pero en un cuerpo que ya es viejo. Renacimiento maldito, sórdido, crianza sin madre, sin caricias, sin casi cuidados, sin apenas ser visto ni rozado por los otros cuerpos. Cuerpo destinado a servir, a cumplir órdenes, a ceñirse a la gramática bárbara de la colonia.

Sabías hacer cosas, eras y decías en un entorno psicológico invisible pero muy real cuyas hebras penetraban todos los cuerpos que te eran familiares. Incluso lo odiado constaba en gran parte de lo mismo que tú mismo. De repente has migrado. Y debes mover una a una las raicillas de tus saberes hacia otra fuente de humedad y sentido, poco a poco, con tus manos artríticas cansadas de acarrear desprecios. Es frecuente que  ni siquiera te motive el placer de belleza empalabrada. Probablemente ni siquiera te guste esa lengua extranjera que se resiste a empapar tus fibras. Para ti lo extranjero son sus lenguas agresivas, absurdas; para todos ellos, lo extranjero eres tú. Para la desigualdad no hay solución. Toda migración es una violencia.

De entre les migrantes, hay quienes dejan que su primera lengua, la que les enseñó su matria, quede corroída en manos de las estructuras marciales de la lengua-dogma del anfitrión. Hay quienes olvidan hasta los terciopelos de canción de cuna de su lengua-casa. Para ahorrar energía, para sobrevivir en la tierra otra. Muches se cambian el nombre, que es el rostro imborrable de su idioma impreso sobre su cuerpo. Otres les dan nombres extranjeros a sus criaturas. Nombres que pronuncian con la triste vibración de cuerdas de una lengua lejana, una historia que se resiste a que la cubran por completo con arena y piedras.

Algunos colonos viajan e imponen su lengua adonde llegan. A menudo son ellos quienes se quejan de que les migrantes no se quieren adaptar, no respetan el consenso del idioma. Porque se juntan en corrillos y echan a rodar sus viejas lenguas. Las lenguas que aprendieron en desayunos, bajo caricias, entre las pequeñas violencias familiares que les daban estatuto a sus verdades.  La lengua del lugar al que han migrado, donde se han convertido en sombras de sonrisa humillada y monosílabo, la aprenden bajo un asedio de insultos xenófobos, sórdidas televisiones mentirosas, cínicos exámenes de acceso, formularios, profesoras con ojeras púrpura y al borde de la baja por depresión.

La migración de la lengua es un viaje lento y doloroso, un canal de parto con concertinas.

Membrana piel

‘Membrana’ tiene que ver en latín con ‘miembro’, parte (de un cuerpo). Se refería especialmente a los tejidos laminares arrancados a animales de los que se podía hacer pergamino, en que grabar palabras y otros signos para dejar evidencia de relatos, acuerdos, normativas. En el origen clama la tragedia, como es costumbre: desollar a un cuerpo latente para crear una herramienta que sujete a los cuerpos posibles del futuro a una palabra ya dicha y, por tanto, palabra muerta.

En crianza se habla en ocasiones de la «membrana semipermeable». Se trata de esa barrera flexible y porosa que, ya en los organismos unicelulares (tanto más en ls humans), engloba las organizadas estructuras internas (de la vida) y las separa del caos del entorno (que posibilita al tiempo que amenaza la proliferación de las vidas). Esta membrana hecha de fibras de sabiduría entretejidas valora la información que percibe en el exterior y permite elegir qué es necesario para la autorregulación y el desarrollo futuro y qué es necesario dejar fuera porque nos haría daño.

De esta forma, la membrana/piel es blindaje, pero también es señuelo. Es defensa a la vez que es delación. Estar troquelada por una piel significa automáticamente estar, repercutir en un entorno que queda afectado por nuestra presencia, del que somos cuerpo miembro, lo que hace necesario poner en marcha los mecanismos para poder seguir estando, para que no desaparezcamos destruidas por aquello de lo que al mismo tiempo somos parte.

Dermatología, epidermis, vienen del griego ‘derma’ (piel), palabra que se generó a partir de un verbo que significa «rasgar», «curtir». (Nuestra especie le ha dado palabra a la piel propia a posteriori del uso económico de la piel de otras especies. Qué mal rollo.) Las pieles se usaban para conjurar el frío y abrigar los espacios destinados a la reproducción de la vida. Pero también para ’escribir’ en ella (o incidir: fijar la lengua -muerta- en el tiempo). Se escribían contratos, coordenadas, mapas.

Por eso, la piel es mapa que nos relaciona con lo previamente vivido, al tiempo que es territorio en situación de defensa cerrada. ¿Qué cuenta y a quién, tu piel,  y de qué peligros te protege? La piel canta sobre las emociones, las reacciones que nos produce nuestra vivencia del ambiente tal  y como lo percibimos. Pero solo traemos la piel a la conciencia en caso de quemadura, picadura, corte, hinchazón, cambio de tonalidad. O cuando estamos sometidas a la violencia del sistema racista en que vivimos (la mentira macabra de un código de jerarquía por pieles: atribuirle mensajes a la piel que la piel en sí misma no dice).

La piel es membrana sensible, órgano vital, cuerpo vivo en sí misma, sudor testimonial y expresivo de la porción de carne animada que somos. Pero también es cuero, corteza, coraza. Estas tres palabras son parientes etimológicas y tienen que ver con ‘carne’, que nace de ‘sker’, «cortar». (La carne como lo que puede ser despedazado y la piel como lo que puede ser golpeado y curtido. ¿No nos merecemos ya una relenguación radical postpatriarcado?). La piel es el yo sumiso al sistema pero también es la clave para desmontarlo.

Y es que nosotras sabemos en nuestro revolucionario fuero interno que hasta las estructuras más firmes dulcemente se abandonan a la piel cuando de pronto suceden (contra todo pronóstico) la caricia o el escalofrío. Ahí el campamento militar se vuelve alta mar en calma. La soldadesca se arranca a tirones la vitualla,  y el campo de batalla florece en un sinfín de pétalos más abiertos. Cuando se activa en compañía de otros cuerpos, la piel es peligroso dispositivo desestabilizador que neutraliza creencias e identidades obedientes a sí mismas que no nos dejan fluir autorreguladas. Piel con piel, surge el calor, se abre el espacio mental, crece el cuerpo, la fantasía palpita, llega la creación, la majestuosa aparición lúbrica del cuerpo nuevo que antes no estaba. La piel nutrida de piel es el contrario de la frontera-cuchillo. La piel ahíta es el no-dolor. Es asomarse un instante a la vida que habríamos podido vivir, de vivir libres.

Sueño con existir con las membranas al aire, expandiendo la lubricidad que asumo, mezclándonos. Sueño con que nos abramos de pieles para que se derritan los fusiles y las cáscaras. Frutos henchidos bajo el calor del sol, seríamos. Cuajos espesos de leche antigua, películas transparentes que dejan ver dentro, la épica tibia y perturbadora del amanecer con rocío en el follaje.

Porque si con la lengua, lengua; entonces, con la piel, piel.

 

(Ovulando a todo trapo dentro de un bote de esprái de hielo seco.)

 

 

Los movimientos sociales y la escafandra

Cualquier momento de comunicación sucede dentro de una escafandra. Nos hablamos siempre a nosotras mismas (o a la imagen fantástica que del oyente tenemos, que

Related imageinvariablemente se nos va a parecer*). La comunicación es un acto circular de fe que, a veces y con suerte, establece una zona de área compartida con lo que está diciendo la persona de enfrente.

El mito de las lenguas nacionales tiene que caer. No ya tan solo porque los límites de los idiomas y sus relaciones sean siempre geopolíticos y nunca garanticen que la comunicación se cumpla o deje de cumplir más allá o acá de una frontera. Sino, más bien, porque estamos viviendo un momento de crisis civilizatoria, de decrepitud y surgimiento simultáneos, en que se está librando una sangrienta batalla por los sentidos  y las instituciones que los determinan. No es casual que ahora le estemos mirando ampliamente debajo de las faldas al género. No es casual que se esté cuestionando a la RAE como ente acaparador de un bien común para el beneficio propio de algunos.

La lengua es la reducción a sólido de la cultura, que es gaseosa. La cultura, a su vez, es la proyección o emanación de la lengua, que es núcleo matérico. La lengua se emplaza en el cuerpo y desde ahí genera vivencias (–>verdades) que salen a la plaza cultural a negociar con las verdades (–> ideas del resto. El mercadeo de verdades se realiza en el terreno rocoso de las estructuras de poder, que son a su vez producto  de la agregación material de esas ideas, y por eso mismo, pueden ser erosionadas por aquellas que le son adversas.

La escafandra es metáfora de la cultura que activamos con nuestras ideas-cuerpo cuando nos comunicamos. Es toda la masa de presuposiciones, prejuicios y creencias que llevamos dentro y nos estructuran y que pintamos como un castillo en el aire cada vez que abrimos la boca. A causa de la discriminación, la escafandra de muchas personas ni siquiera nos imaginamos qué contiene, porque no nos asomamos a ella. La de unos pocos (hombres, blancos, occidentales, ricos, etc.) lucha por imponerse y crecer hasta que todos los pulmones estén llenas de su aire.

Por eso, porque tenemos, creamos y sentipensamos culturas distintas dentro de nuestros cuerpos, porque la lengua (también y sobre todo) es política, porque hay una guerra ahí fuera… no existe una lengua común que nos acoja para que nos podamos relajar. Los sentidos de la comunicación deben ser constantemente negociados. (Y ya bajo a tierra.) Qué decimos, cómo lo decimos, cómo establecemos la comunicación, cómo nos organizamos, cómo nos llamamos, cómo nos tratamos, quiénes somos… Todo debe ser reparido y relenguado. Y esto debe hacerse ya.

Porque por inercia, ya nos damos «amistad» de facebook en vez de cuidado y empatía. Porque por inercia, ya nos damos «grupo» de facebook en lugar de construir sudando acción colectiva. Porque por inercia, ya nos damos «apoyo en redes» en lugar de construir juntas otra realidad posible. Hay gente que se aproxima a movimientos sociales a hacer «networking» y feministas que llegan a espacios de construcción del movimiento «para hablar de su libro».

Los sindicatos y partidos, con todas sus certezas y aspavientos, deben abandonar el movimiento de mujeres*. El feminismo debe instalarse en las instituciones, nunca al contrario. Los encuentros de activistas, personas que quieren otro mundo posible, no pueden reproducir las ideas/formas/comunicaciones que ya conocemos. Por lo dicho arriba. Porque este sistema que habitamos nos tiene separadas en casillas con nuestra escafandra puesta, una esfera de aire cargado y pestilente en que los signos se han vuelto sólidos y su significado ha sido decidido por poderosos terceros. Porque en las asambleas debemos cuidar la profunda alegría del encuentro y sus potencias por encima de cualquier cuestión de agenda.

Tenemos la arcilla fresca para modelar una vida vivible para todas. Como se nos seque entre las manos, va a ser para que la historia nos dé una buena hostia por necias y por vagas. Puesto que deseamos un horizonte de habitabilidad, tenemos que sacarnos al enemigo del cuerpo.

 

(* Hay, sin embargo, caminos para aprender a ponernos en el lugar ajeno: la literatura y la pedagogía son dos. Pero aunque hay muchos libros y mucho docente, los textos y las situaciones didácticas en que verdaderamente se da una transmutación del yo-yo al yo-otro posible son muy pocas… Como su potencial de cambio es enorme, nos dan entretenimiento en lugar de literatura e imposición de contenidos digeribles en lugar de pedagogía.)

 

Imagen: http://www.doctorojiplatico.com/2012/01/enchanteddoll-princesas-de-porcelana.html

 

Brujesas y princesujas

¿Por qué todas las niñas quieren ser princesas? ¿Por qué nadie se disfraza ya de bruja? ¿Qué esconde el término caza de brujas? ¿Por qué hordas de evangélicos recibieron en Brasil a Judith Butler con gritos de bruja, bruja?

Érase un sinnúmero de veces, en la polvorienta mentalidad patriarcal que arrastramos y revitalizamos a cada generación (y no parece que de esta la vayamos a aniquilar), cuando nacemos y nos ponen el sello de «mujer», recibimos a través de la cultura unas fronteras al cuerpo, unas opciones limitadas de formas de ser. Estos modelos de mujer se transmiten sucesivamente a través de representaciones icónicas y narrativas que contienen personajes reconocibles y recurrentes: los arquetipos culturales. Virgen/puta. Princesa/bruja(hada). Esposa/querida. Señora/criada. Son fantasmas de sentido y norma que recorren todas las producciones culturales y las enlazan, así sean narrativas (textos en cualquier formato), arte, producción de objetos, imaginería, moda, etc.

El folclore y la psicología son madre e hija. Y el padre en esa fecundación sería el mundo material que nos rodea. Por eso me preocupa tanto que la ropa de H&M (entre otros muchos elementos salidos del señorío estado-corporaciones que nos gobierna), se empeñe en segregarnos por género y de hacer que todas las niñas (quieran) sean princesas.  No me cabe duda de que debemos empoderarnos también en lo simbólico si queremos que el empeño feminista se asiente sobre bases sólidas y perdurables. Es cierto que no nos cuentan ni contamos cuentos de hadas, que ya no hay criaturillas del bosque poblando nuestras noches en torno a la hoguera; sin embargo, el cine comercial, las series de televisión… la industria de la narrativa audiosivisual, en fin, bebe de las arca(da)s disney y alimenta a su vez el resto de imaginario cultural que nos empapa y atraviesa, que nos materna (pues nos des/legitima, nos da una razón para vivir y nos enlaza con nuestros congéneres): revistas, youtubers, cantantes de moda, tiendas de ropa, etc.

De entre el mogollón de diosas y diosillas grecorromanas (que ya son menos y menos potentes que sus antecesoras estruscas, anatolias, mesopotámicas, etc.), la primera cultura eurocristiana reduce los arquetipos (el espectro de funciones sociales) de las mujeres a dos: la vasija inmaculada (que ni folla ni pare)/la puta más callada que una tal. (El evangelio es un hirsuto paroxismo de lo macho-gay.) Esas son las guías en torno a las que el carácter y los cuerpos de las mujeres debían acorazarse para existir en sociedad, para poder ser leídas.Y, a decir verdad, no hemos avanzado gran cosa desde entonces.

En los cuentos folclóricos que nos han llegado (que de un rico cultivo popular fueron mutilados, disecados y empolvados por hombres bien de clase alta para que se les parecieran), los arquetipos se mantienen y se reproducen hasta el infinito/actual. Desde los hermanos Grimm hasta Britney Spears. Desde Andersen a Amancio Ortega. La idea profunda, de base, no cambia, es la misma. Las posibilidades no se nos amplían.

En nuestra cultura, la mujer aceptable es denominada princesa. Es aquella de la que se habla. Es una aristócrata, es decir, tiene una posición social (y una serie de posesiones) que mantener (cuestión clave). Es una, es individual y nunca tiene amigas ni por supuesto madre. Se sitúa por encima de lo concupiscente y lo material, por encima de su propio cuerpo. La princesa se escribe como una víctima que necesita ser protegida y a la que se hace daño; como un objeto, premio que se entrega/recibe y que debe ser bello de acuerdo a los cánones del momento. La princesa ocupa poco, no posee subjetividad, temperamento ni movimiento, siquiera. Está encerrada en el torreón-falo aristocrático a la espera de que el caballero con lanza-falo burguesa venga a rescatarla. Belleza-Bershka, matrimonio, procreación, (más trabajo de cuidados, quizás, aunque este suele esconderse), son sus cárceles. No tiene más poder que sus argucias «femeninas». Está sola y sin arraigo. Su cuerpecito mermado acarrea el peso de la moralidad del momento. No es una persona, es un estuche.

La mujer no aceptable es denominada bruja. Y eso es todo lo que significa bruja: mujer inaceptable. Por ejemplo, inaceptable en su defensa de la comunalidad y del saber colectivo (léase, por diosa, a Federici) frente a los proyectos protopatriarcocapitalistas del medioevo. En general representa lo que la sociedad reprime, oculta e ignora de las mujeres. Por eso no tiene hombre, y no habita la ciudad sino en los márgenes. Puede ser oscura, sucia, vieja, regordeta, racializada… Su ropa no tiene protagonismo porque no es un personaje que deba aparecer. Su presencia es una  amenaza que se utiliza para generar temor. Su nombre devalúa, asusta, debe ser ocultado.

La palabra bruja tiene origen desconocido, quizás prerromano, o tal vez tenga que ver con brewery, con poción, bebida, o con volar. (Princesa viene de príncipe que sencillamente quiere decir en latín «el primero»). Lo bruja toma formas diversas a lo largo y ancho de la orbe y de los siglos, pero ampliamente se puede entender como lo femenino que se sale de la norma (por eso vuela, en movimiento ascensional), que no acepta la moral vigente (asociación demoníaca, herejía, apostasía), que revela su concupiscencia (maneja la escoba, alcahuetea), tiene poder sobre los cuerpos (control de la reproducción), aplica las fuerzas de la naturaleza en la salud (pociones mágicas) y tiene un conocimiento profundo de la lengua y su poder (maleficios, conjuros, agüeros). La bruja está en manada (aquelarre) y no se puede conocer a simple vista, no está colonizada por el conocimiento patriarcal (nocturnidad, misterio, clarividencia, oráculo). La bruja emerge con lo tejido (parcas), lo líquido (puchero), lo verbal (invocaciones). Las fronteras entre lo vivo y lo muerto no están claras en ella. Por eso, la bruja es el no-sistema, es la no-razón, es lo no-lineal, es lo no-reducible a fórmulas, funciones, ni siquiera a palabras.

Cuando nos deshojamos el cuerpo de princesismos reviven las diosas antiguas, surge la bruja. Nos expandimos, volamos, miramos a nuestro deseo a los ojos. Encontramos todas las formas de ser que nos fueron robadas. ¿Cómo nos llevamos con ella? ¿Qué dice, en qué lengua? ¿Quién la entiende, con quién quiere pasar tiempo, a quién no soporta? Vuelven a nosotras los calderos, los tejidos, las amigas, el susurro del bosque. Los corazones se convierten en una bomba muscular que palpita y huele a sangre.

Debemos romper las cadenas que desde voces muertas se les imponen a nuestros cuerpos. Ha llegado el momento de tomar conciencia y repartirnos las cartas a nosotras mismas con los ojos bien abiertos. Volvámonos brujesas, princesujas. O vayamos descartando a la princesa, y que de su tierno cadáver nazcan mil flores que alimenten a nuestra cuadrilla de hechiceras.

 

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