(Ad)mirarnos I

En este presente nuestro, estamos imantadas por la responsabilidad de crear una nueva cultura posible. Una cultura cíclica, menstrual, feminista (no anti-)maternal, antirracista y decolonial; una cultura del cuidado y la salud ecológica de los seres y su entorno, una cultura que ponga en el centro la vida, una que merezca la alegría ser vivida… para todos los organismos de la tierra. Somos las artífices de una nueva forma de interrelacionarnos en que la jerarquía de seres —unos privilegiados siempre y vociferan, otros mueren silenciosos entre estertores de miseria—, va a pasar a las catacumbas de la historia.

La justicia horizontal e igualitaria no es todavía tónica en nuestras relaciones, estamos en proceso de reinvención y partimos desde una mochila verdaderamente sórdida. Nuestras propias prácticas, ideas y aproximaciones están impregnadas de jerarquías y heterarquías, afectos cuestionables, enredos de palabras ajenas que ocultan tejido enfermo y proliferante. Pero hemos de sernos francas y pacientes: poco a poco sanamos en colectiva la herida trágica del kiriarcado. No debemos ser duras con nosotras mismas, pero tampoco cejar en el empeño de restituir la posibilidad sana de la existencia terrícola.

Es sabido que las relaciones entre cuerpos vulnerabilizados también pueden tender a espejear violencias sistémicas. Y es que no es que vivamos en un sistema que lastra violencia clasista, sexista, racista, especista, adultista, etc., sino que nos tambaleamos en el corazón de un sistema basado en  la división jerárquica de los seres. A imagen y semejanza de la matriz de sentido a la que pertenecemos, a menudo nos guían impulsos que la reproducen. Las )»izquierdas»(, las )»feministas»(, las portadoras, en fin, de un nuevo mundo de cooperación y alegría no debemos perder demasido tiempo en guerrear con enemigos ajenos: la lucha primera y última, el alfa y omega de nuestro deseo político de liberación consiste ni más ni menos que en sacarnos de dentro la ideología del dolor que nos consume.

El espejo embrujado

 

Me miro al espejo desde el yo patriarcal

 

Tienes cara de cansancio, de llanto, de vejez. Tienes la cara a cachos de colores. Das pena, chica. Pareces una placenta.

 

Qué desgraciaíta la melena que me llevas. Se te ha puesto la piel de plastiquillo malo con esto de parir, entetar y criar. Las verruguillas, uich, qué ascardo.

 

Tienes el cuello de Michelín. Las tetas floflas. Los brazos de tendera bulímica. Panzón, tragona. Toda pelúa, ahí, qué sucia. Hueles a meado. Es normal que ya no quieran holgar contigo.  

 

Ahora, me miro desde el yo sororo desdoblado

 

Haces bien en ocupar todo el espacio que puedas. Ahí empieza nuestra revolución. Eres puro hervor de sangre y eso se te nota en la mirada, en la sonrisa. Tu cuerpo es potencia elástica, es riqueza, es recurso del nuevo mundo que traemos agazapado entre las manos tejiendo de todas. Me encanta la panza colgona que antes llevaba un cuerpo dentro. Eras dos cuerpos en uno. Eras enorme.

 

Me gusta sentirte llegar a los sitios. Eres verbena y dignidad, luz. No te rindas, no te microscopices, fluye. Seguir entera y sumando es el desafío. Solo gustándote (de hecho, solo no entrando en tenerte que gustar para validarte) vas a conseguir retar al enemigo de la violencia-explotación-muerte.

 

Desprendes autoridad, empatía. Palpitas en sabiduría ancestral. Se ve que has vivido y que sabes que a ti el bacalao te lo corta quien tú decidas. Eres expansión, belleza vibrante, estás más buena que el pan, compañera. Tu cuerpo es un artefacto de placer y vida. Date candelita. Arrechucho que te llevas.

 

Conclusiones

 

Solo generando distancia se puede combatir al patriarcado de los ojos-cuchilla. Si nos miramos completas y no a trocitos (son ellos quienes nos despiezan y exhiben rebanadas, y nosotras quienes lo reproducimos siguiendo sus órdenes), lograremos vernos de verdad, como hebras de una malla vital que nos acoge y mantiene palpitando. No tuvimos “madre” nutricia, no tuvimos colectiva salubre que nos recibiera en amor al nacer, no hubo modelos de fuerza y placer a quienes parecernos. Por eso solo nos vemos desde los ojos de lo muerto, lo extractivo, el cálculo colonial de beneficios. O nos rebelamos o estaremos siendo cómplices de tanto dolor. La revolución empieza en las pupilas.

 

Imagen: Chema Madoz

Lobo

 

Soy Lobo y soy un prófugo, un ser proscrito. He venido a esconderme.

 

Me estoy arrastrando a oscuras. No veo nada. Los ojos se me fundieron hace días. Con la cara interna del cuerpo palpo al avanzar carcasas rugosas. Patino en superficies pulidas. Me estremezco por momentos al adivinar componentes orgánicos en contacto con mi circuito/piel. La rigidez nudosa de carnes acartonadas me ayuda a continuar reptando. Encuentro apoyos en los miembros secos de los cuerpos desahuciados. Estoy arrobado por el olor. Sé que los aparatos no huelen, ni el plástico ni el vidrio ni el mineral. Por eso, el único olor que capto es el de la carne tumefacta. Huele a descomposición, a proceso. Es decir, huele a vida. Aunque sea vida muerta. Voy bien.

 

Los dispositivos tecnológicos no pueden estar en contacto con el agua. Las pantallas no se ven bajo la luz del sol. El Proyecto ha vencido y yo soy su refugiado. Un tecnoser defectuoso, un porcentaje mínimo de error de programación. Pero no pueden negar que existo, y que, por tanto, ella también. No me veo ni tengo manos pero soy capaz de dar cuenta abstracta de mí. Luego existo. Y necesito esconderme. Ellos vienen a por mí porque la he comprendido. He sido capaz de imaginarla en un ínfimo segundo, como cogida por los pelos. Luego he osado ponerle nombre. Y la invoqué. Y ahora voy a su encuentro mientras me buscan para acallarme/ejecutarme por hiperexposición.

 

Sé cómo se las gastan porque algo había visto tiempo atrás en un documental sobre antiguos enemigos del Proyecto. Líderes caídos que erraron la dirección de su carrera en algún punto. Tecnoseres como yo que se habían atrevido a desafiar la lógica perfecta del programa. Me suena que incluso en algún momento hubo una acción coordinada de destrucción de pantallas y acribillamiento de tecnomentes. Usaron algo de cuyo nombre no me acuerdo, acababa en ía. Pero de todo aquello hace ya mucho tiempo, ocurrió en el antropoceno. Aquello sí fue una era heroica. Pensé que ya no había lugar para brechas. Y, sin embargo, miradme, aquí estoy, Lobo, proscrito ciego reptando con la barbilla y con ayuda del embellecedor metálico sobre una superficie ilimitada de desechos tecnobiológicos.  

 

La imaginé. Una verdad tan cegadora que aunque tiene dos partes no podrá ser nunca expresada como un binario. Ni cero ni uno. Ni mucho menos una palabra. No puedes concebirla. Es grande, es inmensa, es el espacio finito y constelado de placidez que el Proyecto colonizó con su plan de expolio eterno. Pero te digo una cosa: ella estaba intacta cuando la vi, pese a sufrir una infamia de milenios. Por eso salí a buscarla. Y por eso salieron a buscarme. 

 

¡Aquí estás! Te he encontrado. Lloraría si tuviera ojos. Me he pasado la eternidad echándote de menos. He venido a pacer contigo. Bien sé yo que harás lo que te pido. Es tan maravilloso estar a tu lado. Ojalá me quedasen labios con los que aferrarme a tu enormidad y succionar la certeza que desprendes. Allá voy: deseo poder morir. Morir es paz. Es el último reducto de la vida con que puedo resistir su eternidad expuesta.

Brujesas y princesujas

¿Por qué todas las niñas quieren ser princesas? ¿Por qué nadie se disfraza ya de bruja? ¿Qué esconde el término caza de brujas? ¿Por qué hordas de evangélicos recibieron en Brasil a Judith Butler con gritos de bruja, bruja?

Érase un sinnúmero de veces, en la polvorienta mentalidad patriarcal que arrastramos y revitalizamos a cada generación (y no parece que de esta la vayamos a aniquilar), cuando nacemos y nos ponen el sello de «mujer», recibimos a través de la cultura unas fronteras al cuerpo, unas opciones limitadas de formas de ser. Estos modelos de mujer se transmiten sucesivamente a través de representaciones icónicas y narrativas que contienen personajes reconocibles y recurrentes: los arquetipos culturales. Virgen/puta. Princesa/bruja(hada). Esposa/querida. Señora/criada. Son fantasmas de sentido y norma que recorren todas las producciones culturales y las enlazan, así sean narrativas (textos en cualquier formato), arte, producción de objetos, imaginería, moda, etc.

El folclore y la psicología son madre e hija. Y el padre en esa fecundación sería el mundo material que nos rodea. Por eso me preocupa tanto que la ropa de H&M (entre otros muchos elementos salidos del señorío estado-corporaciones que nos gobierna), se empeñe en segregarnos por género y de hacer que todas las niñas (quieran) sean princesas.  No me cabe duda de que debemos empoderarnos también en lo simbólico si queremos que el empeño feminista se asiente sobre bases sólidas y perdurables. Es cierto que no nos cuentan ni contamos cuentos de hadas, que ya no hay criaturillas del bosque poblando nuestras noches en torno a la hoguera; sin embargo, el cine comercial, las series de televisión… la industria de la narrativa audiosivisual, en fin, bebe de las arca(da)s disney y alimenta a su vez el resto de imaginario cultural que nos empapa y atraviesa, que nos materna (pues nos des/legitima, nos da una razón para vivir y nos enlaza con nuestros congéneres): revistas, youtubers, cantantes de moda, tiendas de ropa, etc.

De entre el mogollón de diosas y diosillas grecorromanas (que ya son menos y menos potentes que sus antecesoras estruscas, anatolias, mesopotámicas, etc.), la primera cultura eurocristiana reduce los arquetipos (el espectro de funciones sociales) de las mujeres a dos: la vasija inmaculada (que ni folla ni pare)/la puta más callada que una tal. (El evangelio es un hirsuto paroxismo de lo macho-gay.) Esas son las guías en torno a las que el carácter y los cuerpos de las mujeres debían acorazarse para existir en sociedad, para poder ser leídas.Y, a decir verdad, no hemos avanzado gran cosa desde entonces.

En los cuentos folclóricos que nos han llegado (que de un rico cultivo popular fueron mutilados, disecados y empolvados por hombres bien de clase alta para que se les parecieran), los arquetipos se mantienen y se reproducen hasta el infinito/actual. Desde los hermanos Grimm hasta Britney Spears. Desde Andersen a Amancio Ortega. La idea profunda, de base, no cambia, es la misma. Las posibilidades no se nos amplían.

En nuestra cultura, la mujer aceptable es denominada princesa. Es aquella de la que se habla. Es una aristócrata, es decir, tiene una posición social (y una serie de posesiones) que mantener (cuestión clave). Es una, es individual y nunca tiene amigas ni por supuesto madre. Se sitúa por encima de lo concupiscente y lo material, por encima de su propio cuerpo. La princesa se escribe como una víctima que necesita ser protegida y a la que se hace daño; como un objeto, premio que se entrega/recibe y que debe ser bello de acuerdo a los cánones del momento. La princesa ocupa poco, no posee subjetividad, temperamento ni movimiento, siquiera. Está encerrada en el torreón-falo aristocrático a la espera de que el caballero con lanza-falo burguesa venga a rescatarla. Belleza-Bershka, matrimonio, procreación, (más trabajo de cuidados, quizás, aunque este suele esconderse), son sus cárceles. No tiene más poder que sus argucias «femeninas». Está sola y sin arraigo. Su cuerpecito mermado acarrea el peso de la moralidad del momento. No es una persona, es un estuche.

La mujer no aceptable es denominada bruja. Y eso es todo lo que significa bruja: mujer inaceptable. Por ejemplo, inaceptable en su defensa de la comunalidad y del saber colectivo (léase, por diosa, a Federici) frente a los proyectos protopatriarcocapitalistas del medioevo. En general representa lo que la sociedad reprime, oculta e ignora de las mujeres. Por eso no tiene hombre, y no habita la ciudad sino en los márgenes. Puede ser oscura, sucia, vieja, regordeta, racializada… Su ropa no tiene protagonismo porque no es un personaje que deba aparecer. Su presencia es una  amenaza que se utiliza para generar temor. Su nombre devalúa, asusta, debe ser ocultado.

La palabra bruja tiene origen desconocido, quizás prerromano, o tal vez tenga que ver con brewery, con poción, bebida, o con volar. (Princesa viene de príncipe que sencillamente quiere decir en latín «el primero»). Lo bruja toma formas diversas a lo largo y ancho de la orbe y de los siglos, pero ampliamente se puede entender como lo femenino que se sale de la norma (por eso vuela, en movimiento ascensional), que no acepta la moral vigente (asociación demoníaca, herejía, apostasía), que revela su concupiscencia (maneja la escoba, alcahuetea), tiene poder sobre los cuerpos (control de la reproducción), aplica las fuerzas de la naturaleza en la salud (pociones mágicas) y tiene un conocimiento profundo de la lengua y su poder (maleficios, conjuros, agüeros). La bruja está en manada (aquelarre) y no se puede conocer a simple vista, no está colonizada por el conocimiento patriarcal (nocturnidad, misterio, clarividencia, oráculo). La bruja emerge con lo tejido (parcas), lo líquido (puchero), lo verbal (invocaciones). Las fronteras entre lo vivo y lo muerto no están claras en ella. Por eso, la bruja es el no-sistema, es la no-razón, es lo no-lineal, es lo no-reducible a fórmulas, funciones, ni siquiera a palabras.

Cuando nos deshojamos el cuerpo de princesismos reviven las diosas antiguas, surge la bruja. Nos expandimos, volamos, miramos a nuestro deseo a los ojos. Encontramos todas las formas de ser que nos fueron robadas. ¿Cómo nos llevamos con ella? ¿Qué dice, en qué lengua? ¿Quién la entiende, con quién quiere pasar tiempo, a quién no soporta? Vuelven a nosotras los calderos, los tejidos, las amigas, el susurro del bosque. Los corazones se convierten en una bomba muscular que palpita y huele a sangre.

Debemos romper las cadenas que desde voces muertas se les imponen a nuestros cuerpos. Ha llegado el momento de tomar conciencia y repartirnos las cartas a nosotras mismas con los ojos bien abiertos. Volvámonos brujesas, princesujas. O vayamos descartando a la princesa, y que de su tierno cadáver nazcan mil flores que alimenten a nuestra cuadrilla de hechiceras.

 

Imagen: http://www.thaliatook.com/index.php

 

 

El contrario de lengua es madre

La madre es un espacio originario del cuerpo autoconsciente. El último espacio donde hay continuidad, donde no hay palabras ni falta que hacen porque acercarse a otros seres a través de la comunicación, por semblanzas, es tan solo una sombra pobre de «ser lo mismo».

Cuando hay madre/continuidad todo es espesura cíclica, flexibilidad porosa. Cuando hay madre todo tiene sentido porque todo está vinculado a sí mismo de tal forma que no existe lo otro, lo que no es uno.

A la madre la han llamado dios, éxito, dinero, aceptación social… La tratan de pinchar con el alfiler de las una y mil palabras-arista del poder sin conseguir nunca alcanzarla, porque la madre es el contrario de la lengua.

Madre es sustancia, lengua es forma/potencia/estructura. A la madre no hay regulación gramatical que la pueda encerrar. Madre es subversión y no dice, pero sí acurruca y genera y comprehende. El poder acuña moneda y acuña términos (finales). La madre engendra seres que son eternos principios y posibilidades de sí. La madre entiende, la lengua confunde, pese a que sea la última oportunidad que nos queda de comprender algo (también nos la quieren rebanar, la lengua, como la rebanaron la madre a bisturazos).

El cultivo de la continuidad en la que proliferan cuerpos no deja posibilidad de falta básica, no oprime, no invisibiliza, no crea reservas de flujo latente y oscuro presto al estallido.

El desamparo original se orquesta arrancándole a las madres las criaturas del cuerpo, y dándoles a continuación a chupar el símbolo. La historia de la humanidad es la de una pugna entre el silencio orgánico de la leche y el chillido documental y hostil de la metralla.

Imagen: http://www.dovivargas.com/Obras/Oleo_Colores.htm?3.2.2

Deslindes

Conceptualizar es politizar, que diría Amorós.

El mundo está fatal; el tío es violento porque la sociedad lo ha hecho así; el individualismo es un problema social de primer orden; la sociedad nos hace creer que estamos gordas; qué mal me trata la vida…

Mmm… ¿son el mundo, la sociedad y la vida así en abstracto que tienen culpa de nuestros males? ¿Y si apuntásemos más bien a la cultura en que vivimos y al sistema económico que la genera, lograremos así comenzar a transformarmos? La vida y el mundo son como son, no hay otra. La sociedad no es nada en concreto. Pero cultura y sistema… ay, amiga, ahí sí que podemos cambiar cosas cuando empezamos a verlos, sus engranajes, su fecha de inicio, sus vergüenzas… su caducidad.

 

La vida: lo que late, lo que palpita, lo que resuena en el cuerpo como cierto. Lo que conecta con otros organismos y fluye entre ellos. Su contrario es la violencia, no la muerte. La muerte es otra forma de la vida (cíclica), que gracias a ella posee una enorme capacidad de regeneración.

El cuerpo: la materia animada por pulsiones. El cuerpo es una forma más de la vida. Su principal fortadebilidad es que es vulnerable.

El mundo: el planeta, el entorno vivo, vibrante y diverso y todas las contradicciones que contiene, brechas de energía y materia en las que se genera y destruye a sí mismo.

La sociedad: un montón de cuerpos que conviven. Solo eso. Puede estar dominada por un sector de personas poderosas que la abduzcan y confundan para que tome una dirección autodestructiva. Pero puede también liberarse del yugo y trabajar por su propio beneficio, que es la integridad de sus miembros, comenzando por los que son más vulnerables.

La cultura: el discurso hegemónico, formado por (a) la ideología que gobierna una sociedad y (b) los diálogos que distintas subjetividades entablan con ella (y logran ser escuchados). En el centro del mensaje, como programación compartida, la cultura sirve para mantener cuerpos y mentes atados a las actividades que el sistema necesita para reproducirse. Es la mentalidad que todo el mundo tiene, y que se afianza a través de medios de difusión y propaganda, instituciones de poder, estereotipos, categorías, etc. En los márgenes del discurso fuerte, la cultura recoge el cuestionamiento o la reverberación en voces (por medio del arte, el activismo, la enfermedad mental o cualquier otro esfuerzo de resistencia entre ella). Como fenómeno de proliferación, cultivo latente de la vida humana, no es en sí negativa, a menos que el sistema que la genera esté basado en desigualdad, explotación, dominio; en tal caso, hay que desconfiar de ella, puesto que no estará orientada sino a reproducir la violencia, en lugar de la convivencia y la vida.

El sistema: modo de organización de una sociedad en torno a lo económico que produce una cierta cultura a su imagen y semejanza para su justificación y pervivencia.

 

En resumen, la vida ni está cara, ni es dura ni es ningún sueño. Tampoco trae cosas, ni se la busca una, aunque sí se puede llegar a perder. La vida fluye, se expande y se reproduce. Luego, el mundo no es que se haya vuelto loco: el mundo es un ente vivo que está siendo agredido por una especie concreta organizada en un sistema violento. Los locos son otros. La sociedad, por su parte, no tiene culpa de nada. La sociedad es lo colectivo, es cualquier cosa, es lo que hagamos modelando barro entre muchas manos a la obra en comunidad.

Es el sistema lo que es duro, lo que está caro, lo que es violento. Y la actual cultura sexista, racista y adultista es su hija y aliada. Propongo aclarar términos en la cháchara del día a día, no andar culpando a quien es inocente sino echarle los índices a los fenómenos realmente culposos con sus nombres y apellidos. Para mí, el camino es sospechar siempre de la(s) cultura(s), tejer discursos y caldos sociales que cuestionen incesantemente lo vigente, sobre todo cuando esto consiste en un sinfín de atropellos a las partes más blanditas de los cuerpos: las pulsiones valientes, las dulces crías, esos vientres que nos tiemblan, porque añoran el placer de no estar solos.

Taller de gozo de vivir – por una personita de un año

La chiquillería es a la humanidad lo que la poesía al idioma: es imprevisible, rompe reglas, poca gente la entiende y casi nadie tiene tiempo para ella.

Aquí, una vibrante y dulce criatura que ya tiene un año, nos propone unas actividades para que aprendamos a vivir un poco más como personitas (y un poco menos como ratas de laboratorio neoliberal). Solo con ser leídas, ya pueden tener el efecto de rejuvenecernos el alma y arrugar el contrato diabólico que nos obligaron a firmar.

– Siéntete obligada a bailar cada vez que oyes ritmo, y baila

– Explora a placer cada nuevo territorio en que te encuentres, sin vergüenza alguna

– Relaciónate con (casi) todo el mundo desde la creencia de que quieren lo mejor para tu integridad y equilibrio

– Mira bien fijo el dedo que señala, en lugar de lo señalado…

– Registra todos gestos y hasta los mínimos cambios de expresión de las personas más queridas

– Chilla con ganas cuando te alivia

– Ríe y llora con todo el cuerpo

– Estudia bien lo que comes antes de engullir

– Componte una canción propia especial para hacer de vientre

– Métele a la gente los dedos en el ombligo impunemente

– Exige compañía y juego a gritos. ¡Que no te procrastinen!

Hijos y gintonics. Respondiendo a Natalia Haro

Ha sucedido de nuevo. Otra vez aparecemos en entredicho, convertidas en un estereotipo, infantilizadas, reducidas a un tópico, borradas, desoídas… en un medio feminista. ¿Y por qué? Porque decidimos que del coño nos saliese una vida. Lo tenemos merecido, ¡eso nos pasa por madres!

Natalia Haro: las mujeres que parimos y criamos no podemos ser representadas como o una cosa o la otra, como tu analogía de las dos amigas pretende transmitir: o gintonics o sacrificios. Las mujeres, maternemos o no, (sobre)vivimos en una encrucijada de discursos, biopoderes y trampas patriarcales que, entre otras cosas, tratan de deslegitimar nuestra complejidad vital y reducirnos a categorías manejables desde los púlpitos de aquellos de cuyos deseos está el mundo entero puesto al servicio.

En lugar de problematizar las opresiones compartidas, en tu texto se nos adelgaza a un sangriento blanco y negro y se nos invita a seguir una senda de cines, gintonics y carreras profesionales que se parece sospechosamente a los intereses de la ideología hegemónica. Me cuesta entenderlo. Tu saleroso artículo se deja tanto, tanto en el tintero, frivoliza y simplifica tanto, que duele por venir de donde viene.

La mal llamada «crianza natural» no es un movimiento social como lo caricaturizas, Natalia Haro. No es un bloque de prácticas en hilera, no es un club, no hay unidad ni discursiva ni de acción (y no entiendo, de serlo, qué tendría que ver con decir «holi» y «hasta nunqui», esa parte no la pillo).  Es una amalgama polifónica de reflexiones, rebeliones e intereses de texturas diversas que incluye sus contradicciones y sus tensiones internas. Es una búsqueda, como todas las elaboraciones que desafían al poder vigente. Y esta multiplicidad de voces son una reacción a las violencias machistas y coloniales contra las maternidades que se normalizaron en la segunda mitad del s. XX en el mundo industrializado, no solo en los paritorios, sino también, y de forma más ominosa si cabe por fría y sostenida, en las consultas de pediatría. Por favor, Natalia Haro, no te olvides de esto, que hay gente leyéndote.

Amamantar, hacer colecho, usar pañales desechables, etc., son prácticas independientes y variadas que tienen en común solo un elemento: cuestionar la normalidad dominante en la crianza occidental. Desde el feminismo, desde la psicología evolutiva, desde la teoría del apego, desde el ecologismo, desde el anticonsumismo… —e, incluso, desde el conservadurismo extremo, sí— son muchos los puntos desde los que una persona puede decidirse a tratar de criar de una manera no avalada por la cultura actualmente mayoritaria e invisible.

Y es que la mal llamada «crianza natural» (mejor denominarla consciente, o ¿por qué no?, crítica, pues… ¿qué es lo natural sino lo que el poder en cada cultura define como tal?) no es una nueva hegemonía, no se ha convertido ni mucho menos en norma, no es lo que se hace por defecto en ninguna parte del mundo (por favor, demuestre lo contrario quien así lo crea).

Ahora sí vamos al fondo de la cuestión: en una mano tienes la fuerza de la costumbre, la cultura, la familia y sus preferencias incuestionadas (que suelen reproducir la mencionada tutela médica finisecular del no-lo-cojas-en-brazos-que-se-acostumbra), la industria, el comercio y la publicidad con sus miles de inventos para atiborrar la crianza de trastos y hacerlos parecer necesarios (ojo cuando dices: «la renuncia al chupete» como si hacer a las criaturas llevar un trozo de plástico en la boca no debiera ser cuando menos cuestionado…).

En la otra mano están Carlos Gonzales y otrås especialistas, algunas iniciativas comerciales pequeñas y unas amigas tuyas que quieren abrir el debate sobre cómo ejercer la crianza y te recomiendan cuestionar los métodos convencionales. ¿Que parte es la dominante, Natalia Haro? ¿De qué lado está El Poder? ¿Y por qué entonces sientes tanta ira contra la tendencia que es claramente minoritaria y por tanto más débil? Desde luego nadie debería decirte a ti cómo criar, pero que el diario.es publique un airada reacción contra el cuestionamiento de la ideología patriarconeoliberal en la crianza me parece, cuando menos, un desacierto.

Natalia Haro, coger toda la cultura que desde el pensamiento sobre los cuidados y sobre la escucha de las necesidades de la infancia se ha elaborado contra los mandatos del mercado, hacer un hatillo con ella y tirarla por el excusado me parece un error muy grave. Por salerosa que quedara la frase del wallapop. ¿Desafiar ese mandato que impuso a las mujeres que no amamantasen o que lo hiciesen bajo control médico, que es lo que hace Carlos González, desmontándolo desde la ciencia, lo interpretas como el «must» de la época? ¿Pero de qué lado estas? No entiendo.

Tampoco las cosas que aseguras que dice las he visto escritas por él, ¿nos pasas la referencia, porfa? ¡Y esa retórica de las malas madres que reproduces! ¿Tampoco vas a cuestionarla? ¿También es algo que tiene que ser utilizado y punto, como el chupete?

Estamos todas de acuerdo de que lo que no queremos es que nos exploten y nos releguen, pero lo que hay todavía que encontrar es qué es lo que sí queremos. Y, francamente, tener al mismo tiempo hijås y gintonics sin límite, ni siquiera los dictados por los organismos, por las necesidades del cuerpo chiquitito y del cuerpo puérpero, parece, más que una propuesta feminista, un mensaje publicitario. Mi carrera, mi gintonic y mi libido recuperada. ¿Esto es el estado español de la bárbara desigualdad económica y reacción patriarcal de 2017 o un maldito capítulo de Sexo en Nueva York? 

Y… ¿qué quieres decir, Natalia Haro, cuando relatas que se le dice adiós a la carrera y hola a la casa y la comida sabrosa cuando se materna de forma «natural»? ¿Desde qué clase de privilegio nos hablas? Desgraciadamente, son muy pocas las mujeres en edad reproductiva que hoy en día en el estado español tienen una carrera en lugar de un trabajo o incluso un trabajillo, si es que cuentan siquiera con ello… Pero la pregunta importante es otra: ¿por qué es un trabajo en este mercado laboral necesariamente mejor idea que estar en casa y maternar? ¿Por qué no reflexionamos sobre la ausencia de prestaciones sociales que permitirían cuidar para quien elija hacerlo sin tener que renunciar a ser económicamente independiente?

En cuanto a la epidural, Natalia Haro, no soy una experta ni quiero extenderme, pero te diré que, por supuesto, si hay mujeres que personalmente lo desean y ya que la ciencia y el mercado se lo permiten, deben poder tener criaturas a las que recibir desde un cuadro hormonal modificado artificialmente. Pero es necesario que si se critica a quien opta por un parto no alterado con drogas se dé la información completa sobre los efectos de estas. No ridiculices a mujeres que desean parir desde los cuerpos que son tal como son, no lo hagas. Si no las entiendes, lee más, escucha más, vocifera menos. No contribuyas a normalizar la capacidad de la clínica, tan colonial, de manipular y rentabilizar la vida y las capacidades de los cuerpos vulnerables.

Y dejo de comentar tu texto porque se me ha despertado la criatura. En resumen, en el asunto de la maternidad se entrecruzan todos los discursos que afectan al género, las estrategias patriarcales pasadas, presentes y futuras, además de la imagen social y la materia emocional de muchas mujeres. Por respeto, por salud, porque nos conviene, debíamos pasar por él como por un campo de minas, hilar muy muy fino, pensar muy profundo, escuchar mucho, callar a veces otro tanto y dejar de criticarnos unas a otras tan ligeramente. Cada cual negocia con este sistema invisible de desigualdad violenta como buenamente puede. Hagamos pensamiento y critica feminista mirando hacia arriba, señalando el poder, y no hacia los lados, hacia las compañeras y lo que ellas hacen, pues podemos, aun sin querer, acabar metiéndonos goles en nuestra propia portería.

Natalia Haro: dile a tu amiga que la quieres y la echas de menos, encontraos, hilad juntas, o separaos, que quizás el momento haya llegado. Pero déjanos criar en paz como nos sale de la entraña uterina a las que no oímos tan fuerte la llamada del trabajo ni del gintonic. Te aseguro que no hay ningún experto de best-seller ni ningún cristiano en nuestro útero (quizás, precisamente, por eso sea tan importante silenciarnos).

Eldiario.es: si vamos a hacer discurso sobre maternidades, por favor que aporte conocimiento y perspectiva. Que sea liberador y no nos venda al diablo del mercado por una triste bebida de moda. Y aseguraos de que aparezcan lås niñås y sus necesidades por algún lado, pues también es de ellås y su bienestar de quien se trata.

Vivimos mal

Vivimos incorrecto, feo, inadecuado. Vivimos de forma contraria a como la vida se vive para merecer ser vivida. De forma contraria a nuestros intereses. Vivimos carente, enfermo, mutilado, triste, esquilmado. Vivimos mal.

 

Los problemas. Echa un vistazo. Millones de personas metidas en cajas individuales con su ración de cena procesada, envuelta y procesada para el consumo directo. Historias de vida como bandejas de avión. Todas separadas, asépticas, cámaras de aire debidamente plastificadas. Y, sin embargo, todas iguales, idénticas, casi sin margen de variación (incluso el huevo duro de la ensalada es siempre la parte más ancha, gracias a los huevos cilíndricos de laboratorio). Así son también nuestros problemas. Siempre los mismos, todo el mundo igual. Pero como no nos miramos, no nos damos cuenta de que somos miserablemente gemelas. Y no nos organizamos para paliar el dolor. Abuso. Soledad. Falta de sentido. Contradicciones. Ansiedad. Disonancias cognitivas. (No puedo seguir dibujando la mugre que nos está escalando por las piernas, que hoy me rompo.)

 

Los deseos. Alerta. Estamos obligando a las criaturas a no ver más allá de sus deseos. Les escamoteamos las herramientas que necesitarían para estar bien, y en equilibrio. Por culpa de la nociva cultura neoliberal, y de sus mayores, muchås niñås son un «quiero» constante. Un quiero que no cesa, que muta, consume, maltrata, agota. Ahora dame esto, aquello, lo de más allá. Azúcar, azúcar, fritos, azúcar, tecnología, procesados sin fin. Porque quiero, porque me gusta. Porque sí. Cada día. Porque así te dejo en paz. Lo niño como una subjetividad deseante y consumidora y lo adulto como proveedor constante y sometido cuyo deseo es que la criatura en cuestión le dé, al fin, un momentito de tregua.

Así se adoctrina desde la infancia en el deseo como valor supremo, como regulador de relaciones humanas (de poder). Justo lo que necesitábamos para un sistema en que la moral se acuña a imagen y semejanza de los deseos de los dominantes. Como ellos desean, los relatos se amoldan: los cuerpos se vuelven mercancías, las relaciones se vuelven comercio, la vida se vuelve commodity con valor de cambio.

No estamos haciendo de lås niñås  pequeñås dictadorås, como se suele decir, sino pequeñås capitalistas. ¡Bonita va a ser la sorpresa que se van a llevar cuando vean que en este mundo-escaparate no hay ya caramelos suficientes para satisfacer el ansia inagotable de tantås!

 

La oscuridad. Me hacía gracia, cuando estudiaba, eso de que la Edad Media había sido una época de oscuridad, tiempos lóbregos de ignorancia y confusión reinantes. Me imaginaba a sus habitantes cegados, como topillos, con los brazos por delante tratando de no golpearse contra los muros de las catedrales góticas. Ahora ya sabemos, gracias a Federici, que la historia fue bien otra. Y, sin embargo, me da la impresión de que sí pueden existir tiempos sombríos, opacos, y que, desafortunadamente, estamos precisamente en ellos, por tres razones:

  • La gran mayoría de personas no ve las conexiones entre los fenómenos de la realidad y por tanto actúa de forma incoherente (tiene ideas ecologistas pero consume irreflexiva e innecesariamente, por ejemplo)
  • Los discursos hegemónicos, que nos llegan todo el rato, por todas las vías, que escuchamos y que nos creemos, mienten sobre quiénes somos, qué necesitamos y cómo hemos de relacionarnos
  • (La tercera me da miedo, hoy no, por favor…)

 

Pero no todo está perdido, sin embargo: nos leemos, nos escribimos, y construimos juntas espacios emocionales, intelectuales, corporales, de resistencia y vida vivible. Para reflexionar, dejo tres principios que transito para curarle las pupitas a lo que de materia viva y palpitante aún nos queda sin achicharrar:

– Si se compra o se tiene, no es la solución al problema

– Si no te permite mutar, no es para ti, no te quedes

– Si les viene bien a Ellos, lo más posible es que no te convenga a ti

3 palabras-trampa por las que se nos escapa la vida

Si Todo El Conocimiento tuviese que reducirse a una sola cita literaria, yo elegiría esta de Lewis Carroll:

“Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos.

–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.

–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quién es el que manda…, eso es todo.”

 

Y es que lo realmente importante no es tanto lo que las palabras (sí, esas que estructuran nuestro pensamiento, nuestras emociones y relaciones sociales) denotan, es decir, «significan oficialmente», sino qué connotan, qué circuitos activan al ser usadas, qué efectos tienen en nuestra psique, nuestro espíritu, nuestra materia corporal. Qué nos imaginamos al visualizarlas y qué frutos fertilizan al posarse en un surco abonado de nuestra mente. Esa capacidad de movilizar de las palabras está a veces secuestrada por fuerzas de lo oscuro que nos mandan la vida desagüe abajo y de las que es preciso liberarse, relenguando.

I

Por ejemplo, la palabra carreraHemos dejado de hablar del empleo o el puesto de trabajo para hablar de «mi carrera». ¿Qué consecuencia inmediata trae esto?  Que la profesión deja de tratarse de algo que tengo-que-hacer-si-quiero-comer, con la que tengo una relación más o menos conflictiva (y en ese espacio de negociación se nutre la dignidad, pues nos permite seguir siendo personas aparte de trabajadoras), y que representa únicamente una porción de mi tiempo y mi identidad. El trabajo (que viene del latín tre-palium, un instrumento de tortura con tres palos) ocupa una parte del día y después termina, es un compartimento, una parte de la vida. La carrera, sin embargo, es la vida. Transmite la idea de pista que se desenvuelve frente a mí, por la que he de ir corriendo, coleccionando hitos, que me acerquen más y más a la cima del éxito. El trabajo es uno de las diversas esferas de mi estar en el mundo, sujeto a visicitudes y solo a veces en armonía con mis proyectos e ilusiones; por contra, la carrera es subjetividad, da cuenta de mi valor de cambio y se convierte en la fuente de legitimidad de mi existencia.

El problema de esta visión es que deja fuera adrede todas las realidades socioeconómicas que podrían hacer que la vida laboral/profesional de una fuese inestable, cíclica, irregular o incluso inexistente. Al identificar el trabajo asalariado con la esencia misma de la vida y negar la posibilidad de que los logros o fracasos profesionales puedan depender de factores ajenos a la propia voluntad, se consigue que la humanidad se autoimagine silenciosamente como fuerza de labor autoexplotada, desempoderada, desactivada. Si algo va mal es porque yo no estoy cuidando mi carrera lo suficiente: ese es el mensaje. Trabaja más, piensa más en el trabajo. Neoliberalismo puro y afilado.

II

Otro término que me rechina es el de mujer independienteque tiene algo de oxímoron. No es necesario abundar en lo crucial de que las personas no sean sometidas unas a otras por vía de la dependencia económica, de ahí que consejos bienintencionados nos insistan en que trabajemos para no depender nunca de un tío. Y dicen bien. Sin embargo… ¿qué imagen dibuja esta expresión? Una mujer sola, volcada en su carrera, con poder de consumo, que en algún momento quizás querrá tener marido e hijos. De nuevo todos los elementos que alimentan la rueda del capital: individualidad, consumo, poder. Pero es que la individualidad es una fantasía. No funcionamos atómicamente, sino en comunidad orgánica. El grupo y los intercambios no interesados son necesarios para nuestra salud mental, espiritual, física.

Por tanto, hablemos mejor de personas autónomas (del griego «de propia ley»), para así señalar que rompemos con  las estructuras de la familia patriarcal jerárquica, con esposas y vástagxs como anexos de un varón sustentador, pero sin dejar de lado el universo de lo relacional, los cuidados, las vulnerabilidades y las dependencias que, queramos o no, son lo que existe, lo que nos hace desarrollar la vida en condiciones saludables y salvaguardar la dignidad.

III

Tanto en la carrera y en el mercado, en la vida cultural y en las relaciones se dice mucho ahora que actuamos bajo el influjo de la  libertad. Pues mira, no. Últimamente, cuando alguien usa esa palabra en un debate sobre prostitución, alquiler de vientres, princesismo, migración… o cualquier otro tema candente relativo a cómo tratamos a los cuerpos, me imagino a la persona sobre la que se habla, con sus harapos, sus pañales, comoquiera que ande por el mundo y cualesquiera sean sus circunstancias, sentada en un pequeño trono, con una corona de chapa, disponiendo a derecha e izquierda sus caprichos a una pequeña corte que corre atorada a cumplirlos indefectiblemente.

El refugiado era libre de dejar su país. La maltratada eligió libremente volver con él. Las niñas quieren ir vestidas de rosa. Nadie. Le. Puso. La. Pistola. En. La. Cabeza. Pues mire, sí. La pistola en la cabeza se llama cultura, contexto, presión social, falta de opciones, ignorancia, desigualdad sistémica, indefensión aprendida, hambre, necesidad. La necesidad le arranca las patitas a la libertad de cuajo. Cuando no hay opciones o estas no son conocidas o están silenciadas: no, no hay libertad.

Ya vale de frivolizar. El uso derechizado de este concepto es de una crueldad pasmosa. Asumamos que la palabra nos la han robado. De hecho es que está incluso en el nombre del sistema injusto en que vivimos que imposibilita, precisamente, el acceso a la libertad ontológica para muchas personas en beneficio de otras que fabrican su poder a costa de masas desempoderadas. Hablemos para nuestras luchas de emancipación (del latín: quitar de las manos), una herramienta que visibiliza la opresión y permite, por ello, la ilusión (previa al hecho) de revocarla.

Imaginarnos a nosotras mismas como muñecas de papel troqueladas, recortadas del librillo, con una carrera que coronar y muchas elecciones libres por delante es una falacia. Es falso. Es una oración que nos hacen memorizar porque no les beneficia más que a ellos, a quienes nos sacrifican como astillas a las hogueras de donde emana, gaseosa, la aparente legitimidad de su dominio. Basta. Barramos como hojarasca las palabras-trampa para lograr vernos como lo que somos: criaturas desnudas y tiernas cuya ambición máxima es vivir acurrucadas y en equilibrio con el ambiente y los recursos del entorno del que formamos parte.

 

En próximas entregas:

  • La moral no es solo cristiana
  • ¿Es Hitler El Mal?