Se nos cae la realidad consensuada, se nos caen horarios, rutinas, planes. Se nos caen las paredes encima a ratos, se nos cae encima el cuerpo de la persona confinada al lado. Caen en picado los índices de polución, caen las miguitas de pan de Pulgarcito que nos llevarán de vuelta a los restos del naufragio, caen bragas (espero) y por caer, se nos cae hasta la lengua que sabíamos. Pero es un caer como el caer de las hojas en octubre, elijamos creerlo. Es un caer de la luna pendiendo hacia lo oscuro, el caer de la sangre no violenta. Caer (cadere) dice lo mismo que cadáver. Y la muerte es la tinta, ahora más negra y clara, con que escribimos el regalo de la vida.
Menos mal que existen las videollamadas, sí, pero ¿qué decirnos cuando hay poco o demasiado nuevo que contar, cuando los puntos de referencia han cambiado radical? El sofisticado tipo de comunicación que la lengua humana supone funciona gracias al trabajo de millones de marcos de conocimiento compartidos entre las personas implicadas en un acto de hablarse. Las unidades más mínimas y técnicas de esta complicidad serían las palabras lingüísticas, tú y yo sabemos (creemos) lo que una “col” quiere decir, o que “salía” sucedía antes, cosa que una persona de Seúl no necesariamente sabe. Pero hay mucho más. Factores socioeconómicos, culturales, corporales pero también intereses, deseos, relatos, dolores, viajes, guerras, (est)éticas, epifanías, platos, calcetines… las hebras del tejido de la existencia y del yo hacen que al tirar de ellas frente a alguien, esa persona comprenda, o no. “Tú y yo nos entendemos”. O “es como si nos conociéramos de siempre” podrían ser muestras de este fenómeno importante, trascendente, religioso, de expresarnos y de sentirnos comprendidas frente a una otra.
Por otro lado, ¿qué nos decimos al encontrarse nuestros ojos entre sí, frente al cadáver? Hay un pudor especial que da saberse en una tragedia compartida. Los tinglados de la feria de necesidades, emociones y mensajes del contacto cotidiano hay que montarlos en otra parte. Por ejemplo, “hola” todavía sirve, pero ya no vale “qué tal-bien”. Ahora hemos de preguntar de veras “¿cómo estás?”. Para vernos. Para invitar a la gente a verse, saberse. Por ejemplo, pienso en esas personas que estarán cuidando sin pausa posible, a criaturas, a dependientes. Cómo estáis.
Las expresiones que inician conversaciones tampoco valen: dónde estás, qué vas a hacer este finde, qué pasó anoche. Tampoco los cierres: a ver si nos vemos, te llamo otro día y quedamos, pásate por aquí una tarde. No podemos preguntar qué tal con Chema, o con tu madre, o con el crío, si el piso es pequeño y nos van a oír. No hablamos de eventos, partidos, clases. No es fácil calibrar el lugar común donde nos encontraremos para comunicar, serpenteando como vamos entre distintas emociones y estados de lo mental.
Para cuidarnos, podemos replegar los relatos de lo cotidiano, a menos que vengan preñados de alegría y puedan fertilizar otros hogares. Propongo decirnos cuentos, poemas, canciones, en los mensajes escritos, de voz, en las llamadas. Lanzarnos un fragmento una a la otra, y ver a ver qué despierta en nuestra entraña. Estar juntas y hablándonos sin tener que rasgarnos en la alambrada de la nueva realidad consensuada, que está por negociar, que aún no es carne sino un mejunje viscoso que da miedo.
Pronto volverán las verbenas y los mercados, pero serán otros; los amaremos.
Feliz año nuevo persa, feliz equinocio de primavera. Que también hace su trabajo y llega.