Ritual

Te dispones a invocar al espíritu, a la diosa, a los geniecillos de bien para que nutran tu flujo sanguíneo en este nuevo día que tienes la suerte de recibir. Estás agradecida por ser y por importar. Lo celebras acostándote relajada en la capa de materia compostable que te enraíza. Bajas al cuerpo.

Preparas un entorno religioso para honrarlo: todos los detalles han sido cuidadosamente supervisados. Cuentas con una cálida cocina que evoca en hierro o barro cocido las despensas y hogares en que fuimos especie antaño. Quizás estés al aire libre en un banco de caliza o azulejo. Tal vez tu templo sea de arena o de jirones de memoria e ilusión entrelazados.

Huele a pan y a agua caliente. Puede que también a tomillo o a limón. Te lavas la cara, lavas la mente, y con este gesto aceptas e incluso juras dejarte guiar solamente por los sentidos e impresiones materiales del cuerpo sagrado que te has vuelto.

Hay un silencio armónico y cotidiano o música material, hecha por cuerpos. La temperatura es ligera, espiritualmente fresca. Por eso, la rebeca de punto te abraza con sus mil manos tejidas en regazo maternal.

Los instrumentos y ofrendas para la liturgia palpitan sobre el mostrador o cualquier otra superficie plana que te sirva como altar del sacrificio. Acallas la mirada por un instante y te concentras en el hechizo que está a punto de suceder en tu cuerpo que ya es caldero de magia y bien.

Ahora sí, que dé comienzo la eucaristía.

Elementos

Unas sonrisas de tomate benditas con un reguero de aceite de olivas nuestras. El tomate, fruto de otros, significa en azteca algo así como «agua abundante», y nos nutre con el color de nuestra sangre y la tersura erótica imparable de una pasión de agosto.

Unas rodajas de pepino, todo orgánico y con piel. Pepino ya se decía en griego antiguo y significaba «que se digiere bien». Nos nutre desde su agua limpia, su purificación ascética de los órganos de la digestión. Quizás también acuda a la fiesta su hermano melón, que significa, también en griego, «maduro». Otra opción es la sandía, palabra árabe que refiere al Sind, Pakistán, de donde también procedía el marino Simbad.

El pimiento es otro rehén colonial, viene de América, pero su nombre es latino y tiene que ver con «pigmento». Con unas rodajas de pimiento hacemos las inscripciones ceremoniales, y quizá escribamos «se vive», o un extracto precioso de poema corporal encarnizado.

La aceituna (árabe) u oliva (griego) es mensaje que gime desde las profundidades del gran tiempo. La pulpa densa y compacta de su fruto y su palabra trae misterios fundamentales de lo profundo de las raíces del árbol del bien.

En ocasiones, queso blanco de a orillas del mar Egeo. Su nombre viene del latín, y tiene que ver con el fermento, el suero, la levadura. El alma del queso en nuestra entraña catalizará la alquimia, ayudará a poner en marcha los procesos de la fascinación.

Comerás el pan, flor de la civilización, cumbre. Quiere decir «comida, protección» y en su esencia arrastra la memoria de mil dolores del agua, la tierra arada por ejércitos de manos rugosas, la verdad que vocifera el aire en los campos vulnerables del cereal por la tarde. Y sal. Palabra viejísima, como los huesos o como las piedras.

Quizás prefieras bizcocho, cocido dos veces, como la sombra que se cuela en tu cuarto para asegurarse dos veces que estás bien tapada por las sábanas y mantas. Alimento lleno de madre: leche, huevos, levadura, el dulce aliento del cuidado en flor.

Buenos días.

Taller de gozo de vivir – por una personita de un año

La chiquillería es a la humanidad lo que la poesía al idioma: es imprevisible, rompe reglas, poca gente la entiende y casi nadie tiene tiempo para ella.

Aquí, una vibrante y dulce criatura que ya tiene un año, nos propone unas actividades para que aprendamos a vivir un poco más como personitas (y un poco menos como ratas de laboratorio neoliberal). Solo con ser leídas, ya pueden tener el efecto de rejuvenecernos el alma y arrugar el contrato diabólico que nos obligaron a firmar.

– Siéntete obligada a bailar cada vez que oyes ritmo, y baila

– Explora a placer cada nuevo territorio en que te encuentres, sin vergüenza alguna

– Relaciónate con (casi) todo el mundo desde la creencia de que quieren lo mejor para tu integridad y equilibrio

– Mira bien fijo el dedo que señala, en lugar de lo señalado…

– Registra todos gestos y hasta los mínimos cambios de expresión de las personas más queridas

– Chilla con ganas cuando te alivia

– Ríe y llora con todo el cuerpo

– Estudia bien lo que comes antes de engullir

– Componte una canción propia especial para hacer de vientre

– Métele a la gente los dedos en el ombligo impunemente

– Exige compañía y juego a gritos. ¡Que no te procrastinen!

¿Perdón por existir?

Se ha colado en nuestras relaciones intimas y sociales, está por todas partes, en todos los medios por los que nos comunicamos, todos los días, a cada rato. ¿Cuándo hemos empezado a usar tan a menudo esta palabra tan chunga? Perdón. Perdón. Coño, qué fea es.

‘Perdón’ es una de esas palabras con mucha carga performativa, es decir, con el poder de cambiar la realidad al ser pronunciada. Es una palabra-tótem, una verdadera institución moral. Siempre he pensado, sin embargo, que tiene algo de litúrgico, de guión social y, por tanto, de falso.

Sí, la cagamos y luego decimos «perdón», pero ¿ya vale? O mejor: ¿para qué vale? ¿Recordáis que hasta nos obligaban a decirlo de niñås cuando nos peleábamos con otrå niñå o hacíamos algo «»mal»»? ¿Y si su valor no reside en el arrepentimiento sincero, puesto que entonces no se dirigiría desde fuera tan alegremente, en qué consiste el dichoso «perdón»?

El origen de la palabra tiene que ver con solicitar de un acreedor que le perdone a uno la deuda que ha contraido, preumiblemente por no poder pagarla. Sería algo asi como «condonar», y se forma a través de la locución «per donare», algo así como «dar definitivamente» o «dar del todo», a fondo perdido.

Tenemos, pues, una palabra-fórmula que se usa cuando queremos que la persona que nos escucha nos condone la deuda que le debemos. ¿Pero qué deuda es esa?

Si pedimos perdón por hacer esperar a alguien, bien, ahí hay que asumir una posición de humildad en pos de la convivencia y el respeto, entiendo yo, pero si nos observamos durante unos días, veremos que pedimos perdón por muchas otras razones en que quizás no sea tan fácil reconstruir «lo adeudado». Por ejemplo, no coger el teléfono o no responder mensajes inmediatamente, expresarnos en chats y grupos, no «poder» hacer cosas por terceras personas, estar, o no estar…

Nos disculpamos tanto (ojo con esta palabrita también), que se diría que en vez de relaciones afectivas basadas en la cooperación y el respeto tenemos un entramado de deudas, culpas y expectativas inasumibles sobre el tiempo y las posibilidades reales de acción que se nos  dejan en la vida.

Como resultado, nos pasamos el día oyendo y leyendo de nuestrås allegadås y conocidås que no les tengamos en cuenta que no hayan hecho lo que se esperaba de ellås. Pero, ¿qué se esperaba? ¿Quién lo había decidido? ¿Era realista? Por otro lado, soportamos cientos de agresiones normalizadas por las que nadie nunca nos pide perdón: la omnipresente publicidad, los discursos racistas, el sexismo contra la infancia, etc.

Esto va tomando cara: o sea, hay un paradigma de relación reinante (de ma/padre, de hermanå, de amigå, de compañerå activista, de participante en un grupo…) que está socialmente aceptado pero que generalmente sentimos que no logramos alcanzar, de ahí que humildemente pidamos todo el tiempo que, aun así, nos quieran un poquito y no nos dejen de lado. Qué fatiga.

Propongo un poquito de empoderamiento para el fin de semana, en tres sabores distintos. Por un lado, el empoderamiento lingüístico: apuntemos las veces en que decimos «perdón» o «lo siento» durante unos días y pensemos con qué «deuda» queríamos que nos hiciesen la vista gorda en cada caso.  ¿Qué estereotipos de relación  encontramos? ¿Pueden rastrearse, de dónde vienen? ¿Y si hablamos con la otra persona y tratamos de establecer una relación genuina, nuestra, tejida con tiras de pijama viejo, sin expectativas ajenas que nos pican y molestan?

Tras el análisis, el ejercicio práctico: se propone usar «gracias» por lo que nos dan en lugar de «perdón» por lo que nos tomamos. O quizás, si de verdad herimos, sería mejor hablar de nuestros sentimientos en lugar de usar frías fórmulas jurídicas romanas. Por ejemplo: me duele haberte hecho daño.

Después, el empoderamiento moral. ¿Por qué sentirme mal por realidades que escapan a mi control? ¿Por qué engañarme y engañar sobre mis posibilidades auténticas de manipulación del entorno? ¿Y no será que si me disculpo por mis circunstancias estoy de algún modo privatizando la culpa cuando, probablemente, la causa sea colectiva y solo se convierte en culpa cuando (me) intento convencer de que dependen de mí?

(Interesante pensar, desde este punto de vista, cómo la doctrina católica construye la moral de esclavås  -justo en la zona cero de la dignidad humana- a través de este resorte del perdón que debe ser otorgado, previa penitencia, por un magnánimo acreedor a toda aquella criatura que ose existir en sus dominios.)

Personita ya baila, anda, explora e interactúa constantemente. Por eso, yo ya no tengo tiempo para casi nada más que no sea acogerla, cuidarla, cuidarnos. Adiós a internet, telarañas en los emails, descuido a las amistades que estan lejos, tantos proyectos. Pero será solo un tiempo, pronto cambiarán las cosas. Tras una primera etapa de sentirme mal por estar presente para Atreyu pero ausente para el resto del mundo, he comprendido que no debo absorber en forma de responsabilidad y derrota lo que no es sino consecuencia natural  del decurso del proyecto-cría y no hay que sentirse mal por ello. Con un bebé de en torno al año, en mi experiencia, no se puede materialmente hacer muchas de las cosas que hoy día consideramos esperables e incluso imprescindibles respecto a la interconexión social. Y es que también tiene que saberse, para que no lo tengamos que llevar (también) a cuestas y sin ayuda.

Y… ya despertó. El punto y final es un privilegio