Mireia mentiría si dijera que no sabía que aquel día iba a cambiar su suerte. Todos hemos oído o incluso repetido alguna vez esa idea poco consoladora y más bien falsa de que cuando estamos hundidas ya solo podemos ir hacia arriba. Un jueves grisáceo de enero, sin embargo, Mireia se supo dejada de la suerte hasta tal punto que pudo oír los engranajes de la fortuna poniéndose en marcha para echarle una mano.
La noche anterior había salido con ciertos tipos con quienes no se sentía orgullosa de quedar, y había llegado tarde y sola, en un taxi mugriento, con un taxista al que poco le faltó para pedirle que le hiciera un favor y se metiera un rato en la cama con ella. Tan bajo había llegado en sus expectativas de calor humano. Por suerte, no lo hizo, pero eso no evitó que en una soledad vengativa, mustia y dulzona, como de margaritas arrancadas y olvidadas en un hule, se abalanzara sobre unos tercios fríos todavía. Mireia, sentada en el colchón de su cuarto, bebe a tragos violentos, y se tiene lástima, porque todavía no sabe que el día siguiente es el de la resurrección.
La mañana la encontró con frío en la rabadilla, porque el gurruño de sábanas, edredón y ropa usada que cubría su colchón y su cuerpo hacía un rato que no alcanzaba a taparla entera y no había manera de conseguir que lo hiciera, por tirones que diese. Se puso en pie, conectó el portátil y trajo de la cocina unos cruasanes industriales rellenos de crema de vainilla y coco y un café, y volvió a meterse en su estrecha cama, esta vez bien abrigada y con las esquinas del nórdico aseguradas en sus puestos. Recordó con gozo el lápiz de memoria cargado con el arsenal de clásicos del cine que su amigo Pedro le había regalado, y se dispuso a elegir una película. Así, la mañana atravesó difusa tras visillos polvorientos de la década de los cincuenta, entre dos ciudades mágicas: Pompeya y París, y para mediodía ya habían estallado dos revoluciones en una sola habitación, la de Mireia, en cuyo suelo de madera quedaron desperdigados los pedazos de la casquería emocional de los personajes.
Mireia lloró mucho aquellas horas, aunque no viniera a cuento de la escena. No hacía falta. Bastaba una mirada rebosante, un preocuparse por el prójimo, una imagen hermosa, una decisión triste pero valiente… cualquier cosa, en realidad, para hacerla llorar trágicamente, con convulsiones en el estómago y lamentos desdichados. Según su crítico interior, bajito y mordaz (seguramente un acomplejado) aunque no era tan grave que a uno a los casi treinta años todavía no hubiera tenido una oportunidad profesional seria, visto lo visto con la situación socioeconómica, desde luego algo debía fallar en ella para que no se encontrara nunca entre los escogidos para trabajar. Sin embargo, las ruinas de su amiga invisible de la infancia, en las que aún a veces se oían soplar vientos de proa o el corretear de algún topillo, eran desmedidamente más crueles con ella. Le recordaban que no eran solamente las escuelas y universidades las que no la llamaban para ofrecerle un puesto, sino que tampoco lo solían hacer los chicos que la atraían, ni los círculos de amigos en los que le habría gustado estar, ni encargos de traducción, ni clases particulares, ni su hermano, ni en general nadie.
Cuando pasadas las dos Mireia se liberó del edredón en dirección a la bañera, el frío callado y solo de su casa se le rebeló antagónico de su frente, preñada de pensamientos y resoluciones. Su sangre, lanzándose arriba y abajo por las venas, en dirección a los pies y a la cabeza, iba oxigenándose con cada respiración, y así se le calentaba el cuerpo. Mireia sintió una fiebre de revolución vital, primavera que llega de puntillas, redoble de tambores por un nacimiento a punto de suceder. La alcachofa de la ducha. Mireia se desliza por los montes de espuma caliente y por sus muslos y sus metas, se busca, se tienta, se mima, se convence y se consigue. Hoy va a cambiar mi suerte.
Aquella tarde no había mucha gente en la biblioteca. El sol cristalino y frívolo engañaba con vileza, pues hacía un aire helado que acuchillaba las mejillas intrépidas de los que entraban y salían del vanguardista edificio de vidrio y metal. Los pocos habitantes de ese hormiguero de lectores parecían atados por cuerdas invisibles y se deslizaban siguiendo inconscientes el uno los pasos del anterior hacia dentro o hacia fuera del montículo terrero lleno de páginas. En la puerta, fumadores aquí y allá se estremecían, temblequeaban sus rodillas y se les enrojecían las narices. Dídac se acerca a Mireia y le pide fuego. Ella le hace un gesto de extrañeza y se ruboriza (¿de qué va este, haciendo como si hablara? Payaso…). Él insiste, y acompaña su solicitud de la consabida mímica del mechero. Ella comprende y le da un pequeño bic amarillo. Perdona, estoy que no me entero. Él se le acerca. Mucho. Demasiado. Apoya la mano izquierda en el hombro derecho de ella y con gesto resuelto alarga el cuello hacia su oído izquierdo. Mireia aterrada, inmóvil. El chico desconocido, o quizás apenas visto otras veces en la biblioteca, vuelve a hacer como si hablara, moviendo los labios elásticos pero vacíos de voz. Y se ríe. Aproxima la mano a una oreja ya en celo, vello de punta, membrana vibrante, encendida, y ¡blum! ¡el tapón fuera!. Ah, ni me había dado cuenta de que los llevaba todavía. Ostrás, qué patosa. Perdona. Nada, nada. Un placer.
Dídac se aleja. Buf, qué tío. Todo manos y ojos. Y huele a salado. Como un pulpo. No, como un pulpo no. Su presencia es viscosa pero cálida a la vez. Zumo de aceituna que fluye y chisporrotea y se expande por la sartén hasta llenarla. Me arden las orejas. Súbita conciencia de palpitaciones íntimas. Aceite. Mirada furtiva. Ojos de olivas negras lustrosas adobadas cuando se tiene hambre. ¡Me ha pillado! Sonrisilla. Tía, qué patética. Ah, pues sí, vale, sí me tomo una caña. Venga, en dos minutos aquí fuera. Hasta ahora.
Pasaron algunos meses de paseos infinitos por la ciudad y por las pieles, manos encendidas en sangre viva, carne licuada, películas viejas en viejas salas de cine. Y en primavera, en lugar de renovar el contrato de alquiler de Mireia, que vencía, se fueron a vivir a una casa que había heredado él de un abuelo recientemente fallecido tras una larga enfermedad. A Mireia le gustó el barrio nuevo, sobre todo porque más que un vecindario de la ciudad, parecía pueblo. Las casitas se habían colocado a ambos lados de una calle de nombre botánico a la que a derecha e izquierda solo le nacían callejones. Estos discurrían llenos de macetas, geranios y hierbas aromáticas para la cocina, e invariablemente mostraban al fondo mangueras, sillas de plástico y, a veces, triciclos azules, rojos, amarillos y bicis con ruedines. En los balcones, más plantas, ropa tendida, farolillos solares y en ocasiones tiestos de flores blancas improvisados en latas metálicas de encurtidos al por mayor. De este modo, con elementos de aldea y de colonia vacacional, le daba la impresión a una de encontrarse lejos de sus deberes cotidianos. Ella enseguida pensó que aquel era un ambiente tranquilo, cálido, fecundo. Como una matriz plástica de cemento y clorofila en que la pareja restauraría la antigua liturgia de volver a crear el mundo a cuatro manos.
Después de unas semanas, la última caja de cartón se marchaba en el camión del reciclaje, por fin. Dídac pudo presentar la tesis con éxito y estaba participando en una interesante investigación del departamento, mientras que a Mireia le iban saliendo trabajillos que la mantenían ocupada, pero también le dejaban el suficiente tiempo para encontrarse a veces sola en su nueva casa y bendecir su suerte por haber encontrado a un compañero leal, maduro, coherente. Su relación era fruto y tierra del presente, no se preguntaron por otros cuerpos, ni hacían planes para el porvenir. Vivían abrazados mirando a su alrededor con curiosidad y sentido del instante que huye. Habían creado un hogar y lo sabían; los domingos emprendían juntos las tareas domésticas y compartían los pijamas de cuadros de un solo tamaño en un solo cajón.
Una tarde de un diciembre anaranjado por la ceniza en suspensión de tantas chimeneas, y por las malas previsiones para el consumo navideño, Mireia volvía a casa y se detuvo a observar el edificio de tres pisos que tenía delante, que debía de haber nacido blanco. La azotea llena de trastos, impúdicamente asequible al paseante, dejaba ver entre cascotes, baldosas llenas de polvo, hierros informes y otros restos de materiales de construcción, una silla de ruedas abandonada. Era de metal y escay negro, con esquinas muy tajantes, parecía llegar desde los años cincuenta, y recordaba inmediatamente una película de terror de psiquiátrico, torturas y sogas que penetran en miembros humanos y a veces llegan a amputarlos. El almohadón negro cuadrado para sentarse estaba girado, y dejaba ver un orinal oculto bajo él. En los balcones de los vecinos, vio que en muebles grises con baldas y puertas de plástico miles de bolsas de plástico escondían innumerables objetos de plástico que sus casas ya no podían contener. Las flores estaban agazapadas en el interior de la tierra seca de las macetas, perezosas de salir a alegrar una estampa vecinal que era en realidad tan fea.
La noche anterior se habían quedado en casa intentando disfrutar una película de Peter Sellers, pero cada dos por tres se desconcentraban porque se oía la tele del vecino sordo del bajo derecha. Debía de estar viendo un programa de vídeos enlatados, o quizás de bailes de famosos, el caso es que la voz de un presentador que se pretendía simpático y cautivador penetraba con estridencia el suelo del apartamento y del parqué al terciopelo del sofá naranja, les entraba en el cuerpo y les llenaba los ojos de ira, como en un exorcismo. Cuando se olvidaban del presentador, que posiblemente tuviese una sonrisa cuadrada como un pickup ford de los antiguos, comenzaba un ruido rítmico, profundo e inquietante que al principio les parecieron ramas secas quebrándose, después un móvil anticuado vibrando sobre una mesa llena de migas, y por fin comprendieron que eran toses de vieja, hondas y crujientes, que llegaban del bajo izquierda. ¿Qué es eso? Debe de estar casi muerta. Ya te digo. Qué asco.
Noche y día empezó a repetirse el ritual como una costumbre. El hábito, que algo llegue a convertirse en normal, funciona como una segunda lógica y es mucho más peligroso que ella. Sin que pudieran determinar si los ruidos acababan de empezar o llevaban allí desde siempre, la tortura se institucionalizó. Cada noche el señor del bajo derecha elevaba progresivamente el volumen de su televisor para ver los invariables concursos, y a la vieja se le escapaban los órganos por la boca con una tos que hacía retumbar puertas y paredes. Por la mañana, cuando Dídac ya se había ido a la universidad, el vecino de al lado salía al balcón y daba los buenos días a la medio durmiente Mireia con una flema, bien trabajada previamente, que volaba airosa y verde verde hacia el suelo de asfalto irregular de la calleja. Durante las horas que pasaban en casa, podían oír melodías tradicionales del Ecuador, una adolescente siempre pegada al móvil cuyo discurso se limitaba a tres o cuatro desesperantes coletillas, reestructuraciones del mobiliario en los pisos de arriba, televisiones berreando, letanías radiofónicas, teléfonos irrumpiendo, música electrónica a toda pastilla, gritos de madre a hijo, de hijo a madre, de hijo a perro, perros viejos reivindicándose, perrillas jóvenes en celo. Orgasmos, la verdad, no se oían casi nunca, y la palma de los ruidos se la llevaban las expectoraciones de toda gama que a los vecinos del barrio, por un extraño mal que quizás les aquejara, les gustaba realizar con frecuencia y compartir con sus congéneres. Verde gris verde.
Al principio pensaron en convocar una junta, en distribuir circulares o en promocionar de alguna forma llamativa la colaboración y el respeto vecinal. Después, tras un más detallado análisis de los comportamientos de los habitantes del barrio, se dieron cuenta de que las medidas que apelaran a su sentido de la convivencia estaban condenadas a nacer muertas. Se plantearon entonces aislar el piso, pero el profesional era muy caro, y el aislamiento de hueveras de cartón daba grima solo de pensarlo. Entonces se propusieron mudarse, e incluso contactaron con el antiguo casero de Mireia, pero ya tenía nuevo inquilino. Otras opciones, con traslado incluido, les salían demasiado caras o no convenían. Así que poco a poco y sin notarlo mucho, Mireia y Dídac fueron dejando de quitarse los tapones de los oídos, que habían colocado en su cajita en un cesto que estaba en el recibidor y tan solo regresaban allí cuando ellos estaban fuera de casa. Según entraban de nuevo, el gesto automático de depositar las llaves iba seguido del de lavarse las manos en el fregadero y colocarse a continuación los tapones de espuma en los orificios de las orejas. Al principio los tapones les costaron algunos mareos sin importancia, pero al igual que sus mentes se aferraron al silencio de su burbuja como a una nueva dimensión de la realidad, también sus cuerpos hicieron por acostumbrarse a vivir con un sentido desactivado.
La vida llegó a ser mucho más vivible los meses en que vivieron entaponados. El contacto entre ellos, o de ellos y el agua, ellos y sus libros o ellos y sus cosas volvía a ser algo puro, bello, decidido y no contaminado por las evacuaciones y las mediocridades ajenas. Volvieron las risas, las películas (subtituladas) completas, las lecturas en paz. Una losa se deslizó de sobre sus espaldas para estrellarse contra el suelo. En lugar de hablarse, hacían mímica, jugaban, y en vez de hablar por teléfono se escribían mensajes por el móvil. La necesidad se imponía y la pareja le tomaba así las medidas a su nueva forma de comunicación, y eran felices en la lucha por tenerse el uno al otro dejando fuera lo que no querían.
Pese a todo, ya no era fácil cocinar y limpiar juntos, porque los gestos o el acercarse mucho el uno al otro para decirse algo dificultaba mucho el normal decurso de las tareas, así que decidieron repartírselas equitativamente y Dídac hizo un programa con el ordenador que colgó en la nevera y que llevaron a cabo a pies juntillas. A él le gustaba mirarla los domingos encaramada en los muebles, quitando el polvo de las estanterías. Solía entonces aproximarse a Mireia y acariciarla mientras la desnudaba lentamente y la licuaba hasta hacer el amor recostados en el sofá naranja como de terciopelo lavable.
Un martes por la tarde, a la hora acostumbrada de Dídac, llegó abatido y con un gesto le indicó a Mireia que leyera el contenido del sobre que llevaba en la mano. Era una fotocopia de la decisión de la Comunidad por la que se les rescindían los contratos a todos los investigadores por razones de presupuesto autonómico. Una caricia. Un nudo de labios que se aprietan, tiemblan y casi lloran. Vergüenza. Despojo. Mudez. Como por un mismo impulso, van a quitarse los tapones. Cada uno a sí mismo, el uno al otro, pero no salen. No pueden. Se han quedado allí para siempre. Ahora los conos de espuma forman parte de su caracola de piel tierna y dulce a las caricias.
Un jueves grisáceo de enero Mireia se despierta de una siesta pesada, lo despierta, lo mira y le corren dos lágrimas delgadas por las mejillas. Él se agita, se incorpora, abre mucho los ojos aceitunados y le acaricia el pelo, el cuello. Ella lo mira triste y le hace la consabida mímica de la tripa hinchada. Él entiende con alivio que tiene problemas para evacuar, y trata de transmitirle posibles soluciones. Ella se ríe, se le achinan los ojos, y luego se le redondean los labios. No es eso. Mireia lo mira muy fijo, le coge la mano y se la pone en el regazo. Después, acuna en sus brazos a un niño invisible, mirándolo con ternura. Y levanta la mirada para encontrarse con las pupilas dilatadas de él, que se ha quedado boquiabierto. No, no, vuelve a hacer ella con el dedo y los labios fruncidos. Levanta las cejas, sonríe con timidez y dibuja espirales horizontales con el dedo índice. ¡Todavía no! Él lanza la cabeza hacia delante, vaciándose, y la mira desde abajo. Inspira, y una sonrisa de complicidad se ilumina poco a poco en todos sus rasgos.
Escandinavia. ¿Eh? Escandinavia. Dídac va a retirarle los tapones a Mireia con cuidado, acercando su mano grande a la suave piel de su oreja, que tiene forma de embrión invertido, nunca se había dado cuenta, y ¡blum! Liberada. Al principio, estruendo de objetos, personas. La nevera es una locomotora de hierro renqueante. Coches bufan y motos rebufan. La ventana al cerrarse chirría. Poco a poco, las manos se despegan de la cabeza, el cerebro se habitúa a los estímulos y Dídac, que se ha documentado para el momento, propone una postura de yoga para aderezar el cuerpo renacido a la información del mundo exterior y recuperar el equilibrio. Las manos en el suelo, la cadera en alto, la espalda recta, las piernas, que no se caigan… el golpe, ay, las risas, y de nuevo, en voz muy baja… la palabra mágica, el hechizo que llena el aire con un aroma de luz reflejada: Es-can-di-na-via. Muy suavecito, le va contando, frío, escalofrío.
Los cuatro tapones amarillos impregnados de cerumen quedan abandonados en el cubo de la basura. No saben si volverán a necesitarlos, pero en sus mentes penetradas de viaje y vida nueva no hay lugar para el miedo a la violación del alma. La nieve llena de luz fría se va fundiendo, se hace gomosa, esencial, y con el primer calor, nos fecunda.