Anestesia

Ojalá no hubiera dicho nunca nadie nada. Ojalá cierres la boca. Ojalá se callaran las torcidas muecas babeantes, los teléfonos, las televisiones. Y los cláxones. Necesito que no me hablen los anuncios, las trompetas ni ese cura. Silencio.

I

Las niñas

Llueve amarillo desvaído sobre una periferia del sur de los Balcanes. Las gotas como de orina se derraman despacio en los edificios gris verdoso que se apelotonan en la margen de la carretera, amenazando con resquebrajarla y hacerla saltar en trozos si se construyera uno solo más de ellos. Se trata de construcciones anárquicas, parecidas entre sí y a la vez inarmónicas y melladas como hermanos mal avenidos con rodilleras. Por cierto, que el barrio que se sacuden como migas a sus pies tiene el nombre de dos santos al mismo tiempo, condenados a compartir el dudoso privilegio. El exceso de consagración, sin embargo,  no ha hecho que se vean muchas bendiciones en sus calles desde que se estableció el arrabal, al término de una dictadura, y poco antes de arrancar la siguiente. La fealdad alevosa, aún así, constituye por contraste un caldo propicio para el baile de nubes rojas, pardas, acarameladas, que se van cociendo lentamente en un cielo ya rendido, cansado de brillar.

Un empleado canoso y barrigón con un delantal azul sale a la puerta de la única floristería del lugar —que por encontrarse estratégicamente ubicada frente al cementerio hace también las veces de tienda de conveniencia, con pañuelos de papel, refrigerios y ciertos calmantes de dudosa homologación—. Como si le fuera la vida en ello, y quizás colocado por la saturación de esprái ambientador que emana de su local, se pone a  gritarle a su teléfono móvil mientras su cintura convulsiona alternativamente hacia delante y hacia atrás cada vez que termina el turno de su interlocutor. En ocasiones se lleva el aparato a su campo visual y lo inspecciona como por primera vez, con extrañeza, antes de volver a llevárselo a la boca para increpar con pasión y  desgarro en la voz. También intercala gestos soeces como eléctricamente sacudido, indicando con la palma derecha abierta la zona del pantalón correspondiente a sus genitales. No se puede entender bien de qué tema habla, pero sí se reconoce al final de la llamada, poco antes de colgar, un marchito «mamá»; y una nuca que flojea.

Unos metros más allá, en la plazuela, un joven en la treintena, mirada oscura y chispeante como de cocacola, le está dando una colleja «por pasar por allí cuando no debe» a un señor con bigote y los zapatos rotos, que se resigna y parece querer mostrar indiferencia. A la expresión de extrañeza de un pequeño que pasa por delante y contempla la escena, el agresor aprovecha y le entrega un fajo de folletos ilustrados de «Lluvia de oro», el partido político revelación que por su honor salvará al país de la apremiante decadencia, para que los reparta entre sus amiguitos. Por su parte, el inmigrante agredido sonríe con media sonrisa al niño —quien le clava un ojo enfebrecido y otro marcial— y se dirige cabizbajo hacia el parque grande, donde se divisa a unos cincuenta paquistaníes jugando una partida de críquet en un claro entre los árboles.

Entre tanto, el milagro de luz se produce en una ventana de un segundo piso que da al callejón de las fábricas abandonadas: una bombilla enciende un globo de papel de color naranja, y la letanía de toses crispadas y resecas como ramas nocturnas de una vieja casi muerta se ve resquebrajada abruptamente por una carcajada infantil. Dos nucas frescas, morenas, se abalanzan sobre unas muñecas tendidas en un lecho de vestiditos y cosinas de tocador. Los cuatro ojos golosos a veces son ocultados por flequillos negros, brillantes y elásticos como cabritillos. Las cuatro manos blancas hacen y deshacen, ponen y quitan, narran y dramatizan. Las dos niñas juegan. La madre las llama en algún momento para cenar, pero ellas no oyen, porque están concentradas tejiendo con hebras de sueños la boda de la rubia tetona enamorada y su pareja, aficionado al solárium y de ocupación desconocida. ¿Tetona? ¡Como tú! Ríen.

 

II

Mar

Es día de limpieza general en el piso nuevo de Mar y Deme. Su casa —nueva construcción, vistas al parque grande— todavía es un templo que reserva esperanzas nupciales, se prepara para volver a crear el mundo y levantarlo a pulso sobre los cuatro hombros arrimados. Aún no se han ensuciado las paredes con humedades negruzcas de expectativas no cumplidas ni hay polvo de renuncias entre muebles y un exceso de objetos acumulados. La pintura color amarillo nápoles del salón-cocina es una capa orgánica en la que se han condensado las promesas de compañerismo de la pareja. En ella, unos post-its verdes y amarillos forman la silueta de un árbol de navidad. Los jóvenes pasaron el sábado anterior escribiendo en ellos los deseos para 2013 que podían transustanciarse en tinta. Que encuentre curro de lo mío. Que salgamos adelante. Que me quieras siempre, cabrón. Que no te tires nunca al negro del supermercado que te hace ojitos, guarrilla. Risas.

Mar, pelo tajante de asfalto fresco y piel gruesa, de pancarta a la intemperie, abundante y retozona, apoya un momento la aspiradora contra el trípode de la cámara de Deme. Él, cuerpecillo estragado por una mala salud crónica, melancólico pero lenguaraz, le grita que no lo haga y acto seguido se dirige con el esprái de limpieza a la pantalla del rutilante equipo iMac de ella, maquetadora. Mar acepta el desafío y amaga con verter el líquido para la fregona en la olla de las lentejas que él tiene en el fuego. Deme finge una tremenda indignación y corre hacia el baño con el teléfono móvil de ella en la mano, anunciando su inminente inmersión. Entonces Mar se lanza sobre él entre carcajadas y le inmoviliza en el suelo; Deme se defiende con un ataque de cosquillas y ella le lame las mejillas y los ojos, cosa que a él le pone de verdad nervioso. En ese momento, con una ágil pirueta invierte la postura, se coloca sobre ella y le deja sentir su excitación, que rebosa del pijama de cuadros. Mar simula indiferencia ante el hallazgo y trata de liberarse de las piernas de su novio, que la retienen contra la alfombra. Él no le permite marcharse e insiste en quitarle la ropa. Ella sigue resistiéndose con ferocidad, hasta que decide rendirse y le describe detalladamente sus húmedas palpitaciones, momento que él aprovecha para aparentar quién es ahora el desinteresado y marcharse a la ducha, mientras por el pasillo observa de reojo que su chica lo va siguiendo.

 

III

El pliegue

30 años. Mujer. Malestar general, cansancio excesivo inmotivado y dolor en zona pectoral con tos no productiva. No se encuentran patologías respiratorias. ¡Vaya!, un resfriado chungo. En plena primavera, hay que joderse. Habrá que llamar para decir que no voy a ir a cuidar hoy a los niños. Es lo bueno de no tener un trabajo de verdad, que no hay que andarse con bajas, papeleo y tal. Es previsible que el enfriamiento se vea complicado por el historial de asma de la paciente. Se sugiere ingreso en el centro con fines de observación. Bueno, más bien habrá que buscar una sustituta. Una embolia pulmonar. Sí, venga ¿En serio? ¿Un cáncer? ¿Eh? ¡Shhh! ¡Silencio! Mi niña, no te preocupes, sobre todo tú no te pongas triste. Bueno, nos vemos dentro de poco. No, no te dejarán entrar porque tú también eres asmática. Virus. Virus hospitalario. UCI. Diagnóstico reservado a falta de certezas. Treinta días como treinta margaritas mustias. Especialistas, fama, contactos, sobornos, teléfonos, desinfecciones tardías, aislamiento. Flores, velas, estampas. Flores. Flores. Flores y teléfonos. Silencio.

Silencio. Algunos rumores acallados, monótonos, como de transistor olvidado, serpentean a lo lejos, pero sobre todo silencio. Un silencio de calidad, con consistencia espumosa, que viene de dentro y espejea el vacío de mi interior, un alma cóncava. Una mente en el formol del silencio, agazapada, contraída en el gesto de unos labios pidiendo silencio. ¡Shhh! La sangre corre a esconderse rápido bajo la tierra. Adiós, Mar. Adiós.

 

IV

Tasia

Las semanas no eran sino burdas servilletas extraídas de un soporte rojo de bar en el que pone «Mahou», llegaban transparentes y puntuales pero su cara plastificada no permitía enjugarse la pena de las comisuras. Después se iban acorchadas, inflamadas, anestesiadas como flemones. A veces bajo ellas discurrían corrientes de dolor amoratado, a veces eran compactas con una tonalidad azul hielo, otras eran negras y en ellas flotaban pedazos de carne desgarrada.

La vida siguió grisácea y ensuciada como el líquido que queda en las latas de sardinas de especie y proveniencia inciertas. Los parientes, el florista, los niños, los inmigrantes y los fascistas se jugaban las lentejas y las alas a las cartas de los días sin darle mucha importancia  a la posibilidad real de perder. Nos sobrevolaron aviones hiperendeudados, rescates políticos de ficción y pájaros semimuertos con atrofias en el pico.

No fue sino poco a poco como fueron llegando vislumbres de luz, páginas escritas con tinta absorbente por estudiosos del silencio, susurradores de bálsamo literario, una consulta pintada en tonos pastel, la dulzura impotente del sol brillante de dos agostos después. Cuando se fue Mar, Anastasia le había prometido cuidar de su amor Demetrio, no dejarlo perderse vagabundo ni resecarse baldío en un rincón. Pasaron el duelo juntos, en la casa de paredes amarillas nápoles, en días de planos largos y lentos, como de Angelopoulos. En algún momento, él empezó a trabajar de nuevo, rodando documentales tristes para tristes canales de televisión. Ella, por su parte, asumió el papel que había quedado vacante, aunque los zafarranchos de limpieza ya no se hacían entre dos. Tasia esperaba a Deme cada noche con la casa arreglada y la cena caliente. Paco, el perro, que se había quedado mudo con la mudez de su dueña, volvía poco a poco a pedir juegos y caricias.

Un buen día de ausencia sorda, afilada y penetrante, y cuando terminó el tercer capítulo de telenovela turca subtitulada —todo velos, alcahuetas y bastardos— que habían visto derrengados en el sofá, ella se puso de pie, lo sacudió y se lo llevó de viaje. Eligieron una isla nueva, hoja en blanco de verdor orgulloso y rocosa realidad. Allí pasaron unos días en salmuera, cociéndose lentamente en agua salada, bebiendo licores herbales, comiendo anchoas. Por las mañanas, al caminar kilómetros y kilómetros de naturaleza en silencio, el escozor iba pasando muy despacio a ser soportable. Sus cuatro mejillas eran abanicadas por vientos del Egeo, hinchados de historias desmadejadas que se susurran al oído, y que tienen la facultad de sanar. El silencio ladrón ahora curaba, solo del aire laborioso se oían palabras de terapia y vida. Los dedos entrelazados de Tasia y Demetrio dejaban un espacio libre entre ambas manos para que cupiese siempre una tercera en ese hueco. Cavidad telúrica de oxígeno puro. Recodo de insoportable realidad. Radicales libres. Silencio de pieles.

 

V

Dos

— Negación, rabia, negociación, depresión, aceptación, ¿y luego qué, vas y te follas a su hermana? ¿Eso es lo que os ha recomendado el psicólogo?

— Pero bueno, ¿el tío no piensa dejar el piso que les compraron los padres de Mar? ¡Ya es hora de que haga su vida y deje de estar ahí gorroneando!

— Hay que ver, madre mía, qué vergüenza. El cadáver todavía caliente y estos dos ahí, como conejos. Y la chica, con 24 años ya, ¿no piensa terminar la carrera, ponerse a trabajar, algo?

 

Shhh. Shhh. Silencio.

 

Hay demasiado ruido, voces, juicios, toses, carraspeos, palabras revenidas, gestos grandilocuentes, teléfonos, televisiones, documentales falsos, falsos consuelos. Quiero silencio.  Lo necesito.

Nadie va a mandar sobre mi dolor como ya mandan sobre mi paz. Mi tragedia es mía.

De hecho, quién sabe, tal vez incluso alguien alguna vez saque algo de provecho de esta triste historia.

 

VI

Elías

Elías se abrió paso con firmeza y llegó a la vida entre retortijones y exclamaciones de susto. Le pusieron un nombre corto, discreto, que pasara rápido al ser pronunciado, para conjurar críticas y disgustos ajenos. Pero quedaba el hiato como símbolo y soporte de la ruptura, y la energía solar como garante de la continuidad.

En una periferia del sur de los Balcanes, cuando nadie lo ve, un niño de algo menos de un año se pone poco a poco de pie apoyándose en un trípode de cámara de televisión. En la pared amarillo nápoles, la huella de témpera azul marino de una manita atestigua los primeros pasos del pequeño.

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