Vivimos mal

Vivimos incorrecto, feo, inadecuado. Vivimos de forma contraria a como la vida se vive para merecer ser vivida. De forma contraria a nuestros intereses. Vivimos carente, enfermo, mutilado, triste, esquilmado. Vivimos mal.

 

Los problemas. Echa un vistazo. Millones de personas metidas en cajas individuales con su ración de cena procesada, envuelta y procesada para el consumo directo. Historias de vida como bandejas de avión. Todas separadas, asépticas, cámaras de aire debidamente plastificadas. Y, sin embargo, todas iguales, idénticas, casi sin margen de variación (incluso el huevo duro de la ensalada es siempre la parte más ancha, gracias a los huevos cilíndricos de laboratorio). Así son también nuestros problemas. Siempre los mismos, todo el mundo igual. Pero como no nos miramos, no nos damos cuenta de que somos miserablemente gemelas. Y no nos organizamos para paliar el dolor. Abuso. Soledad. Falta de sentido. Contradicciones. Ansiedad. Disonancias cognitivas. (No puedo seguir dibujando la mugre que nos está escalando por las piernas, que hoy me rompo.)

 

Los deseos. Alerta. Estamos obligando a las criaturas a no ver más allá de sus deseos. Les escamoteamos las herramientas que necesitarían para estar bien, y en equilibrio. Por culpa de la nociva cultura neoliberal, y de sus mayores, muchås niñås son un «quiero» constante. Un quiero que no cesa, que muta, consume, maltrata, agota. Ahora dame esto, aquello, lo de más allá. Azúcar, azúcar, fritos, azúcar, tecnología, procesados sin fin. Porque quiero, porque me gusta. Porque sí. Cada día. Porque así te dejo en paz. Lo niño como una subjetividad deseante y consumidora y lo adulto como proveedor constante y sometido cuyo deseo es que la criatura en cuestión le dé, al fin, un momentito de tregua.

Así se adoctrina desde la infancia en el deseo como valor supremo, como regulador de relaciones humanas (de poder). Justo lo que necesitábamos para un sistema en que la moral se acuña a imagen y semejanza de los deseos de los dominantes. Como ellos desean, los relatos se amoldan: los cuerpos se vuelven mercancías, las relaciones se vuelven comercio, la vida se vuelve commodity con valor de cambio.

No estamos haciendo de lås niñås  pequeñås dictadorås, como se suele decir, sino pequeñås capitalistas. ¡Bonita va a ser la sorpresa que se van a llevar cuando vean que en este mundo-escaparate no hay ya caramelos suficientes para satisfacer el ansia inagotable de tantås!

 

La oscuridad. Me hacía gracia, cuando estudiaba, eso de que la Edad Media había sido una época de oscuridad, tiempos lóbregos de ignorancia y confusión reinantes. Me imaginaba a sus habitantes cegados, como topillos, con los brazos por delante tratando de no golpearse contra los muros de las catedrales góticas. Ahora ya sabemos, gracias a Federici, que la historia fue bien otra. Y, sin embargo, me da la impresión de que sí pueden existir tiempos sombríos, opacos, y que, desafortunadamente, estamos precisamente en ellos, por tres razones:

  • La gran mayoría de personas no ve las conexiones entre los fenómenos de la realidad y por tanto actúa de forma incoherente (tiene ideas ecologistas pero consume irreflexiva e innecesariamente, por ejemplo)
  • Los discursos hegemónicos, que nos llegan todo el rato, por todas las vías, que escuchamos y que nos creemos, mienten sobre quiénes somos, qué necesitamos y cómo hemos de relacionarnos
  • (La tercera me da miedo, hoy no, por favor…)

 

Pero no todo está perdido, sin embargo: nos leemos, nos escribimos, y construimos juntas espacios emocionales, intelectuales, corporales, de resistencia y vida vivible. Para reflexionar, dejo tres principios que transito para curarle las pupitas a lo que de materia viva y palpitante aún nos queda sin achicharrar:

– Si se compra o se tiene, no es la solución al problema

– Si no te permite mutar, no es para ti, no te quedes

– Si les viene bien a Ellos, lo más posible es que no te convenga a ti

Pero si yo ni siquiera me pinto mucho, no lo entiendo

 

El caso

Verano de 2017, tres países europeos, al menos quince niñas, hijas de amigxs: el 100% de las sujetas de mi investigación espontánea van vestidas de rosa y Frozen. Cada día. Todo el rato. Levantándose cada mañana y acostándose cada noche en habitaciones llenas de rosa, viviendo en rosa y con ínfulas de princesa en las tiendas adonde van, en los cines, en los cuartos (¿o debería decir aposentos?) de las otras niñas con las que juegan, en lo audiovisual que les llega en casa. Rosa en la ropa, en las uñas, en el brillo de labios, en el poni, en la barbi, en el bolsito, en el gorro, en el chubasquero, en el plato, en las sábanas, en el puto cepillo de dientes. Y es que, como decía una prima mía a los ocho años: yo de mayor quiero ser sesi.

Cualquiera de las madres a las que pregunto me responde lo mismo: que ellas mismas no son tan pizpiretas y no entienden por qué sus hijas eligen siempre el rosa y ser princesas. Los padres con los que he charlado, por su parte, tienden a considerarlo todo esto un misterio de la feminidad.

Sin embargo,  la respuesta está ya al alcance de quien quiera oírla. Hay artículos interesantes sobre el princesismo aquí y aquí (y en inglés aquí y aquí) y una campaña en Gran Bretaña sobre  la pinkificaciónel color rosa como marcador de género, sobre la ropa para niñxs dividida y sobre la generización de los juguetes.

 

Las consecuencias

No, compadre, no es cierto que no pase nada, que simplemente a la niña le gusta y punto, que cómo negárselo. Estamos hablando de personas que crecen en un entorno cultural en que se las selecciona por una sola característica biológica (sus genitales) y se las obliga (sí, cuando no hay prácticamente más opciones disponibles, es obligar) a ser de una determinada manera. Este modelo de persona incluye servir a otras consideradas más importantes y activas y proporcionarles cuidados gratuitos y afectividad desde una situación de desequilibrio, en que sus propias expectativas y necesidades quedan subordinadas si no directamente aniquiladas.

Ser cómplice de que las niñas vivan en rosa no es aceptar con resignación una entrañable etapa de su vida que pasará sin dejar rastro, es mentirlas y limitarlas, es no hacerles bien. La socialización es la clave, es lo que hace a la persona. Y ya no hay pueblo alrededor en que arraigarse y ser, así que si criamos niñas metidas en cajas-apartamento llenas de mercancía rosa princesa, estamos dándoles solo esa opción para hacerse. Adiós a construirse como una persona completa. El horizonte vital que queda es ponerse monas, y esperar. Y después, aguantar lo que venga.

 

 

El mecanismo

No, no exagero. No es «por una falda» o «por un juguete» que las niñas se vuelven mujeres sometidas a un sistema que las oprime, es que esas faldas y esos juguetes están en todas partes, y se consideran normales y generales. ¿Y qué niña de cinco años va a exponerse al rechazo de sus pares por no seguir el código estandarizado en el grupo?

El rosa y el azul en sí mismos no significan, sus valores semánticos vienen dados por lo que les adhiere una cultura determinada. Es conocido que el azul solía utilizarse para las niñas y el rosa para las niños (de hecho incluso se sospecha que el giro se respaldó desde una sensibilidad feminista para desafiar el orden de género existente en su momento). En todo caso, el problema del rosa y el azul no está evidentemente en los colores en sí mismos, sino en la falta de otras alternativas (limitar la multiplicidad de opciones del mundo a dos me parece, cuando menos, opresivo y autoritario), por un lado, y en los valores anexos que se pueden observar en los juguetes y personajes de ficción que de estos tonos están pintados.

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Dando una vuelta por una juguetería me dediqué a traducir cada producto a una idea. Por ejemplo: muñeca barbi – sexualización, pelota – movimiento… Así, pude constatar cómo los juguetes «para niñas» consisten básicamente en belleza/cosificación – inacción – relación. Según esta ideología hegemónica, los artículos «para niños» deben transmitir ideales de violencia – actividad – culto al ego/heroicidad. Curiosamente, si se comparan, estos valores cuadran entre sí y forman macabras naranjas completas: ella se pone guapa y espera, él la conquista. Ella es un bello objeto al que acceder, él posee. Ella se ocupa de cuidarlo a él y a lxs niñxs, él de sí mismo. He ahí las semillas del amor romántico y la cultura de la violación, expuestas en el hacheieme en toda nuestra jeta.

Los juguetes que son iguales pero también se dividen por género a través del color pueden no contribuir a los significados estereotípicos de arriba pero sirven para reforzar una frontera cognitiva clara entre los géneros que no tendría por qué existir y que es en sí misma paradójica, puesto que se trata de un objeto idéntico marcado para dos identidades dadas como excluyentes. Nos estamos centrando en las niñas, ¿pero qué tremenda tortura no supondrá todo esto para las personas pequeñas disconformes con su género?

Para mí lo peor es que el princesismo no se debe a la sociedad (ese ente invisible por el que las cosas simplemente son, y ya no hay que cuestionárselas más). Tampoco es un sistema organizado que esté incentivando adrede la desigualdad de género en la infancia (pese a que este empeño coexiste en el tiempo con el desmantelamiento del estado social, y le conviene sobremanera a la economía patriarconeoliberal en esta fase), sino que es tan solo una forma de aumentar los beneficios de las empresas y que, sin embargo, a falta de contención, de poderes humanistas que controlen todo esto, pueden generar consecuencias nefastas para la especie.

Princesismo y pinkificación son estrategias de márketing dirigidas a vender el doble de juguetes a la hermana y el hermano que creen que no pueden compartir los suyos, y a multiplicar las ventas en accesorios supuestamente de belleza que las crías necesiten llevar para que su imagen sea socialmente aceptable (¿nos suena? Esta ideología lleva décadas funcionando para desvalijar y controlar los ya disminuidos sueldos de las mujeres, que se van por la cloaca del negocio de la estética.)

 

Las propuestas

Sea como sea y por mal que pinte el panorama (es que además ese rosa estridente plastificado es como comida basura para nuestras retinas) las buenas noticias es que se puede hacer algo. La normalidad social está hecha de lengua, inercia y humo, y mientras no nos maten por cuestionarla, tenemos la obligación de hacerlo. No nos es posible pararle los pies a la industria, pero desde luego sí podemos…

 

  • Sacar el tema en entornos sociales con padres y madres. Mucha gente se asusta si hablamos de feminismo, de estereotipos de género, de activismo… pero si contamos el origen del marketing rosiazul y del princesismo (les damos un principio, para que se les pueda imaginar un final) y debatimos sobre ello, ¿hay algún argumento que oponer a la propuesta de que las niñas y los niños puedan verse reflejados en modelos diversos y desarrollarse según las elecciones que vayan haciendo? ¿Va a haber alguien en sus cabales que defienda la política del color único según género?

 

  • Comprar la ropa por internet o sin llevarnos a lxs niños. Evitarles la visita a un entorno opresivo lleno de estímulos publicitarios y mecanismos de control mental que impulsen a la compra no parece tan mala idea…

 

  • Acciones con/contra empresas. Un pequeño grupo de personas muy bien pueden emprender en las calles y en redes acciones públicas de felicitación a las distribuidoras de ropa infantil que no usen el código binario, así como reclamaciones, quejas y performances de diverso tipo para recriminarles lo contrario a las que sí lo hacen.

 

  • Boicot de consumo a las empresas, entidades y productos que obliguen a elegir entre rosa y azul o den por hecho que asumimos el código, y divulgar…

 

  • Elaborar una buena respuesta para quienes nos dicen «ay, perdona, pensé que era niño, como va de azul…» y burradas similares. Es cierto que la disculpa suele ser más intensa cuando lo que han hecho han sido llamarle niña a un varoncito…

 

  • No sobrevalorar nuestro propio poder de influencia sobre las criaturas, frente al que su contacto con el resto del mundo tiene sobre la formación de su carácter y sistema de valores. Es decir, no solo hay que reflexionar sobre los estímulos y modelos que se reciben en casa. El exterior (que además entra en la habitación de tu hijx a través de las pantallas) también hay que filtrarlo y darle sentido junto con ella/él a través de la conversación.

 

  • Trabajar con el personal y los compadres y comadres de la escuela infantil para que el input rosiazul, los cuentos sexistas y demás estén muy controlados. Como espacio de formación y aprendizaje que son, los dictados de la industria no deberían atravesar las paredes de las escuelas sin ser cuando menos cuestionados.

 

Celia me contaba ayer que no sabe cómo pedir un aumento en su trabajo. Lo pasa fatal ante los médicos jefes (¡es que saben tanto! —dijo con un mohín) y sigue con sus quinientos euros de chiste cuando lleva ya no sé cuántos másteres y residencias. Lina carga con todo en casa porque su compañero, ay pobre, está enganchado a la videoconsola. Cósima celebró anteayer sus 29 y no exagero cuando digo que las tres cuartas partes de la fiesta se las pasó quejándose de que llegan los 30 y aún no se ha casado (¡y eso que vive en pareja y todo!).

Clama al cielo. Hay que hacer algo. Ya.

Patrix y los ojos-grieta

El patriarcado es un sistema de organización social basado en bla bla…, una distribución desigual de poder bla bla… un residuo antropológico que establece bla bla bla… En fin, al patrix se le puede definir de muchas formas.

Pero el patriarcado, para lo que nos interesa, no es una concepto teórico ni un constructo: el patriarcado son tus ojos. Tus ojos que no ven ven sino que rasgan, que mutilan los seres y sus circunstancias. Tus ojos-grieta.

Cuando el patriarcado es de consentimiento y no ya tanto de coerción (no está tanto en las leyes y las instituciones), el patriarcado es la gilipollez de no pensar un mínimo lo que hacemos y decimos. Es reproducir actitudes y expresiones con las que, si las viéramos por un segundo al trasluz, no comulgaríamos.

Patriarcado es que mi comadre Jenni se queje conmigo de que Antonio acuna a su niño con agresividad para que se duerma de una maldita vez. Ella asiste aterrorizada a esta violencia, pero luego disculpa a su marido porque, a ver, pobre, está cansado del trabajo y estresado. Y claro, hace falta el dinero, como yo no trabajo y estoy en casa con el niño…

Patriarcado es que Antonio, que está haciendo un post-doc en medicina radiactiva, hable de sus compañeras, igualmente cualificadas, como «las niñas de mi curro» y encima diga de ellas que «con las mujeres, ya se sabe…»

Patriarcado es que Cecilia sabotee una reunión de mujeres porque le parece mal excluir a su marido Carlos de ella.

Patriarcado es que Carlos le diga a una gente de la empresa X en un bar «soy el señor Pérez, habréis oído hablar de mí«, y que nadie le conteste «más quisieras, petardo«.

Patriarcado es que Ricardo acabe de entrar en la empresa X y ya le hayan ascendido, y ahora sea jefe de todas esas «niñas» que llevan allí mil años.

Patriarcado es que Edu nos cuente que la payasa de Laura le tuvo a dos velas no sé cuánto tiempo, y que cuando al final iban a arrimar cebolleta, ella se puso a llorar hecha polvo porque había prometido a sus padres virginidad hasta el matrimonio. ¡Qué tía! Ja-ja-ja.

Patriarcado es que Enrique y Luisa comenten en una cena que no le quieren decir a su pequeña Agnes cómo se llama su vulva, no vaya a ser que luego ande por ahí hablándole de ella a la gente.

Patriarcado es poner la tele y que todas las historias se cuenten desde la perspectiva de un varón, siendo las mujeres construidas como lo otro, lo raro, lo estereotipado, y no como el sujeto de enunciación y (contra)dicción.

Patriarcado es que criticar, pelear y abominar del prójimo sean con diferencia más habituales en el día a día que abrazar, oler cabellos y lamer espaldas erizadas de placer.

Patriarcado es que consideremos la velocidad, la producción, el consumo ilimitado, el egoísmo hedonista y la violencia como el entorno en que queremos vivir. Y que por el contrario la lentitud, el cuidado, el apego, el interés comunitario y el compromiso sean asediados por la normalidad distópica de hoy.

Patriarcado son miraditas cuando haces equis, codazos cuando haces y griega, o fotopenes cuando haces zeta.

Patriarcado es cuando el activista de izquierdas de turno te cuenta qué es el patriarcado, para añadir después que aunque él es feminista, lo importante es derrocar al poder, y luego ya veremos qué hacemos con lo patriarcal, que va aparte.

Patriarcado es no reaccionar cuando vemos que somos tratadas de forma desigual (lo que quiere decir, ni más ni menos, de forma injusta), ni cuando se llega a ver como normal lo raro, ni cuando se le llama natural (siempre-ha-sido-así) a lo que le conviene a la ideología en el poder.

Patriarcado… es nuestra cultura, es la historia que cuenta la sopa de letras en la que todo el mundo flota. Pero ¡ojo!, este cuento de sangre fría es solo uno de los relatos posibles, no el alfabeto en sí. Podemos de hecho utilizar las palabras (los cuerpos, los días) para contar algo diferente. Está en nuestra mano, cada día, en cada encrucijada del camino. Eso es a lo que llaman alma.

No hay poderes ocultos velando por la defensa del sistema patriarcal (aunque sí poderosos focos de emisión de mensajes que lo refuerzan). La injusticia y la violencia nacen a cada paso porque las convocamos por inercia. No hay plan maligno: hay tontería que pasa incuestionada y que le conviene a quienes detentan el gobierno en las sombras (y en las luces).

Necesitamos la cultura para saber qué hacer y para que se sepa qué hacemos. La cultura nos deja ver y ser vistos, nos muestra caminos, nos descodifica y nos hace relacionables con otros. Nuestros cuerpos y nuestras psiques no carburan independientemente de un rebaño humano del que somos fragmentos. No podemos ser, estar, hacer sin una cultura que nos muestre cómo. Tampoco somos, estamos, hacemos si no creemos que repercutimos, que quedamos reflejados de algún modo en algo. La cultura es el globo de helio en cuyo interios estamos todas las personas respirando. Y si se nos pone la voz de pito diciendo vaya zorra porque lo que necesitamos, en realidad, es inhalar oxígeno.

Aunque la institución médica, los realitis, las vecinas y los cuñados nos hacen creer que tenemos problemas individuales, en realidad casi todos son sociales. No tenemos conflictos propios sino que somos pedazos de conflictos que atañen a muchos. Por eso escribimos y publicamos, para tirarle a la sociedad a la jeta lo que no es particular, lo que ya era social.

El patriarcado es una cultura en llamas que hace a las personas arder de dolor, a la naturaleza morir humillada, a la chispa apagarse poco a poco. No nos deja ver, porque nos ha llenado los ojos de arena y cal a paletadas. Qué gafas ni qué gafas: lo que hay es que meter los dedos en los ojos-grieta para abrir brecha e ir escrileyendo otros relatos en el agua que nos nos envenenen por las branquias, en que podamos, al fin, nadar con dignidad, con alegría.

 

Vencerán pero seguiremos sin convencer

Cada día, en algún momento cualquiera, al menos una vez, es seguro que caigo en la trampa: como si tuviera siete años, me consuelo a mí misma de alguna injusticia contándome que cuando las cosas se pongan en su sitio…, cuando se vea quién tiene realmente la razón…, cuando, cuando, cuando… todo se arreglará. Es como la reminiscencia mental de una especie de madre/dios todopoderosa/o que pase lo que pase acabará por llegar a arreglarlo todo. Deus ex machina que me hará reír la última para reír mejor. (Si es que alguien ríe). Y en días como estos en que se quiebran cuerpos vivos contra el asfalto caliente, se les mata, ese demiurgo justiciero acude con su ridículo calzón de superhéroe gringo a decirme que no llore, que al final quienes creemos en la humanidad y la paz tendremos la última palabra.

 

Son tonterías. No habrá tal «juicio final» en que acabaremos por ser resarcidas de tanta ignominia.

 

Quizás sea más práctico decirme a mí misma que la realidad en que vivimos es el resultado espumoso de un choque de fuerzas, un ensamblaje del material de residuo que emana de las fricciones que se producen entre distintos poderes. Asegurarme que si queremos que las cosas ahí fuera se parezcan un poquito a cómo las sentimos dentro, hemos de luchar para imponer nuestra ley. Aprovechemos, ahora que al mercado se le ha escapado por un tubito de escape nuestra capacidad de lectoescritura, algo de tiempo no regulado y las posibilidades de organizarse en las redes.

 

No vamos bien, no convencemos. Pero es que me declaro incapaz de ver por qué ciertas ideas tienen que convencer. Cómo es posible que miembros de una especie tengan que venderse entre sí no ejercer violencia dominadora sobre sí o sobre terceros. Que todos acariciamos el mismo artefacto celular y bacteriano, elástico y poroso, dado en ser llamado «piel» cuando nos llevamos los dedos a la cara. Que todos los niños son el mismo niño. Que a la infancia no se la sacrifica por una riqueza efímera. Que los bebés no deben sufrir por hambre (¿basta acaso ese verbo?). Que ver un gesto de dolor humano sin morir es una patología. Que un grito de pánico de una niña condena a la humanidad entera al abismo. Ni siquiera las palabras que uso expresan nada de lo que siento en el estómago.  La retórica nubla el entendimiento.

 

(Me pregunto por qué seré yo la loca, aquí llorando encharcada en mocos, tecleando sin tino de madrugada, buscando tu condescendencia que me calme —a falta de amor compañero—, cuando con todo lo que sabes de lo que pasa ahí fuera tú sigues a lo tuyo, consumes plásticos sobre plásticos y duermes en paz. Quién está loco, dios mío)

 

Esos argumentos chuscos contra la igualdad de género, esas pobres justificaciones racistoides, ridículos votantes de derecha entre la clase trabajadora, madres y padres que humillan, violentan y abandonan a sus crías a su suerte espiritual. Cómo convenceros de lo que ya ha sido desnaturalizado en vosotros. Ni siquiera esta última frase se sostiene, pues qué es lo natural aquí. Estoy empezando a pensar que la lengua a mi disposición es una trampa laberíntica para ratones con cáncer.

 

Te propones convencer de que las andanadas de género y raza se han puesto ahí para favorecer a algunos y que basta con mencionarlas para que empiecen a tambalearse. Y te dicen que adoctrinas y que tu corrección política oprime y no le deja al personal ser libre.

 

¿Apaga y vámonos?

 

Ya no albergo ilusiones de una apoteosis final en que todo se resuelva. Tengo miedo. Estoy aterrada de que no quede nadie para leer nuestros testimonios. Huellas de amor libidinal, de vida expansiva, de alegría en equilibrio. Testigos livianos de piel estremecida y fosas abisales. Epopeyas de pálpito y pulpa de limón. Temo que ya no quede nadie para saber cómo fuimos, qué nos pasó. O de que quien quede ya no pueda entenderlos. Que ideas como piel, alegría, estremecer, ya las hayan cambiado, ya signifiquen otra cosa. 

Dolor explicado

Traemos al mundo y criamos a la infancia de forma irresponsable. Maltratamos a la gente pequeña, la humillamos, le inculcamos moral de esclavo y pánico al abandono, no la aceptamos como es ni le damos espacio y tiempo para autorregularse. La deshumanizamos. La destrozamos.

Educamos en desigualdad estructural, violencia patriarcal y racismo. Mojamos las madalenas del desayuno en posverdad cada mañana. Dejamos el velo sin rasgar, vivir el día a día en esta realidad es aprender a comulgar con ruedas de molino y hacer como si tal cosa. Nada podrá justificar nunca que los gobiernos ignoren la pobreza infantil. No habrá perdón para el abandono de la gente refugiada y migrante. Vivimos en estados asesinos.

Toda nuestra existencia se basa en hacer como si hubiera un otro al que colonizar/del que defenderse, pero es que cada vez menos hay un nosotros. No hay familia, no hay barrio, no hay sino individualidad consumista. Todo lo colectivo ha sido privatizado y monetarizado. Lo que creemos que es vida social, festividad, cariño… es solo el rédito del interés de algún inversor. Por ejemplo, de nosotros mismos rentabilizando nuestro capital social.

Tenemos miedo a ser porque no nos sostenemos a nosotros mismos y los medios de comunicación nos revientan la mente a pánico. Nos aferramos a mitos cualesquiera porque no tenemos conocimiento auténtico (lo secuestraron) ni sensación de control (vulnerabilidad aprendida). El mal que fabrican los media nos calma, porque nos recuerda que esos estereotipos sobre el otro que habíamos aprendido de una crianza y una educación negligentes son verdaderos. Es verdad que hay un otro y es malo y viene a por mí, ergo, yo, que no sé muy bien quién soy ni qué deseo, soy bueno. Apañada lógica binaria.

Y así se nos pasa la vida.

Me duele mucho. En esta maquinaria de explotación y tortura que habitamos, no sé cómo colocar el profundo amor puerperal en carne viva del que estoy transida.

Dioses

A quienes utilizáis la lengua en contra de sus hablantes, manipuláis y robáis sentidos, llamándole «seriedad» a la «rapiña», «fuerzas del orden público» a «hombres armados que defienden a los ricos», «ley» a la «desigualdad»…

A quienes deliberadamente hacéis una foto sesgada del momento final en el que se produce una elección trucada, y le llamáis «libertad» a lo que en el mejor de los casos solo es supervivencia…

A quienes ignoráis el sufrimiento, la humillación y la desposesión de otras personas para enrocaros en vuestro vil privilegio colonizador…

…no voy a insultaros.

El insulto lo manejáis bien ya. No cambiaría nada calificaros de escoria, canallas, desgraciados, vergüenza de la raza humana.

Voy a llamaros algo peor.

Sois…

Sois dioses.

Sois dioses de barro enaltecidos —solo si no se es de carne no hay empatía en el sufrimiento, no hay preocupación por el cuidado, no hay conexión genuina con otra carne—. Sois la abstracción personificada de los valores morales de un grupo de humanos con la potencia de dictar textos para todas, como cualquier otro dios. Sois una narrativa de cohesión social en que mujeres, niñas, niños y trabajadores viven y mueren para glorificar vuestro inmundo capital.

Sois dioses en vuestra potencia de mal, en vuestro ánimo castigador y capacidad de secuestrar la palabra y la justicia. Tenéis el poder casi ilimitado de no dejarnos vivir en paz y comunidad. Tenéis los medios de producción de mercancía y sentido. Podéis hacer daño y lo hacéis.

Pero dejadme que os diga una cosa… las ficciones, por divinas que sean, siempre terminan. Cae el telón, acaba el cuento. Efe, i, ene. Y de ese patético vengador machuno que despreciaba la vida y la acosaba, de ese personaje, pasado un tiempo… no se acordará nadie.

Como si nada

Es de sobra conocido que una minoría gobierna y oscurece la economía para que la mayoría sirvamos sus intereses.

Es público y notorio que habitamos un sistema racista que da valores, derechos y privilegios distintos a las personas según sea su color de piel y su origen. (La raza como tal ni siquiera existe.)

Está más que probado que los hombres campan a sus anchas en una lógica y una práctica en que ellos tienen la credibilidad, el poder y la potencia que no tenemos nosotras.

Es meridiana la costumbre empresarial por la que las personas somos tratadas como consumidores y se nos engaña y manipula con el único fin de que gastemos.

Ha quedado clarinete que los estados funcionan como adalides del capital y que, según en qué manos caigan, pueden volverse nuestra peor pesadilla, a través de sus fuerzas represoras.

¿¡Por qué coño seguimos haciendo como si nada pasara!?

Por un poquito de paz, dice Carlos.

Para vivir tranquila, asegura Carmela.

Porque no se puede hacer nada, se ofende Juan Luis.

¿Hasta qué punto es ético colaborar con este estado de cosas respetando el voto de silencio? ¿Qué nos dan a cambio de él? ¿Hasta dónde hay que llegar para que a la mentalidad del opresor que llevamos dentro se le impongan nuestras propias entrañas y la lógica de supervivencia de la especie? ¿Qué paz y tranquilidad son estas en que todas las demás mueren? ¿Es que acaso estáis bien?

No todas podemos ser activistas, dice Nuria.

Bueno. Pero hay tanto ¡tanto! que sí podemos hacer. Desde comprar con conciencia a no exponernos a sus medios de corrosión mental. Desde escuchar historias de la otredad a generarlas. Defender los cuidados, difundir la alegría genuina, vivir en comunitario, defender y honrar lo vulnerable, revisarnos por dentro, llevar la justicia social a los bares, darle voz.

No podremos decir que no se veía venir, que no estábamos avisados. Hagamos algo, joder, mientras tanto, pues se nos va la vida en ello.

Lo Normal

 

Un buen ejemplo son las caries, decía una compañera. Son lo normal, a mucha gente le salen, pero eso no significa que sean lo sano ni lo deseable, lo bueno ni lo aceptable. Este aparentemente inofensivo adjetivillo, «normal», me huele a corona metálica y sarro. Significa «lo regular», lo esperable, lo previsible, lo  que se hace habitualmente y de acuerdo a las convenciones sociales. Sin embargo, nos columpiamos cuando tendremos a identificarlo con «lo bueno», «lo aceptable», «lo que debe ser». Si Lo Normal es a lo que aspiramos, queda muy claro cuál es nuestro espíritu político: no nos vamos a cuestionar el caldo de la sopa en que flotamos ni qué es ese regustillo a cadáver que últimamente tiene. Así están las plazas, las calles, llenas de nada que valga la pena.

Cuando nuevas diputadas de izquierdas entraron en parlamentos y consistorios, otra compañera se indignó y decía muy resalada ella:  mira, nos van a robar igual, pero que lo hagan mejor con mocasines castellanos, que eso de hacerlo en chanclas queda feo. Que nos roben bonito y a juego con las alfombras, al menos.

Aceptamos a cada paso verdaderas fechorías en nombre de Lo Normal. Pero todo se perdona con tal de que sea lo de siempre. Aunque Lo Normal sea una institución obsoleta que antiguos hombres pudientes establecieran en nuestra contra. Es normal que nos roben, que nos maten, que quien te ha de proteger te humille y quien te ha de amar te utilice. Lo Normal es omnipresente, omnipotente, inspira terror, habla por boca de todas las personas y todas le rinden tributo, como a dios mismo (de ahí la mayúscula de majestad).

Pero no es aceptable, deseable, lógico ni bueno que no hablemos de la sangría siria. Que se vote a la violencia. Que la gente en las redes se mofe de las muertas por el horror machista. Que los medios de comunicación lo sean de propaganda.  Que no amemos a los niños de once años. Ni debe ser normal, tampoco, que el frufrú de las bolsas de los consumidores injurie a ese muerto tirado en medio de la plaza central de una ciudad europea, mientras ellos pasan, y compran.

Que no me tomo un café contigo, coño

Venga, mujer, es solo un café. Qué te cuesta.

No nos lamen el oído con esto solo cuando de satisfacer el ego de hombres se trata, sino que a menudo nos vemos obligadas por las circunstancias a invertir nuestros recursos en personas que a la postre nos hacen daño. Es Lo Normal pasar tiempo con gente que no nos trae el bien.

Pero ¿y no será menos costoso al final exponerse a las consecuencias de no hacer Lo Normal que ver nuestro tiempo, dinero y energía invertidos en lacerarnos?

La violencia simbólica campa a sus anchas por nuestras relaciones con nosotras mismas y las otras personas. Y la estamos de hecho alimentando (1) si no nos dedicamos a rebuscarla en los recovecos donde la Normalidad se agazapa y (2) si cuando la reconocemos no nos plantamos ante ella.

Últimamente en esos cafés Normales con gente Normal he oído perlas como:

 

«Y el niño se puso a llorar en la vacuna. No lo entiendo, mi niña no lloró, y se supone que él debe ser el fuerte»

«Claro, dices eso porque a ti tu novio te ayuda con la casa, qué suertuda, no te jode»

«Llevar a tus hijos con zapatillas de esparto a la boda es una grandísima falta de respeto a los novios»

«Ah, que es marroquí. Es que a ti quién te manda»

«Estoy fatal. Hace una semana que no me hace caso ningún hombre»

 

No. Basta, Será Lo Normal pero nada de esto es lo aceptable. Reivindico para mí mi tiempo y mis recursos para ponerlos en lo que me expande la conciencia y a buen recaudo de situaciones que me acuchillan la sororidad.

Que no me tomo un café contigo, coño. Que mi tiempo es mío.

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Queridos compañeros:

Nos estáis matando. Los hombres, como grupo social, a las mujeres, como ídem. Pero, ¡ojo!, si decimos que las fábricas contaminan los ríos, no estamos hablando de cada fábrica y cada río en cada momento. Que el paro esté bajando no significa que cada persona esté siendo contratada, ¿verdad? Ni hay un israelita ocupando la casa de cada familia palestina. Es decir, contamos con que hay hombres que ahora mismo no están matando a una mujer, pero eso no quita que, a la vista del recuento de cadáveres, el primer enunciado del párrafo tenga brutales y sangrantes condiciones de verdad.

La violencia machista existe como potencia en todos los aspectos de nuestra vida. Y es que, aparte de muerte, también recibimos de vuestras manos palizas, insultos, agresiones sexuales, desprecios, silenciamientos, tergiversaciones y una estruendosa avalancha de supuestas imágenes de nosotras que en realidad no lo son y sirven al propósito de ocultarnos. Además, la violencia de los hombres contra las mujeres arraiga en el ejercicio compartido de un conjunto de mentalidades y códigos sociales que se ocultan en nuestros usos y costumbres y la explican al tiempo que le dan pie.

Estamos hablando de un sistema de realidad, de normalización, de estructura. Se trata de la imposición de un régimen de vida común en que las mujeres (y los animales, y la naturaleza, y la infancia) se pretende que estén al servicio de los intereses de los hombres. Me dirás que te raya oír hablar del patriarcado, o que crees que es un mito. Te diré, entonces, que te pongas una peli cualquiera, escuches una canción corriente, mires qué expresa tu ropa y qué la suya la suya, pienses en la distribución en el espacio y las posturas de los hombres y las mujeres en los salones de las casas, los patios de los colegios, el transporte público, etc. Lo cierto y meridiano es que se espera de las mujeres que estén al servicio de los intereses (económicos, afectivos, sexuales) de los hombres. Y tal cual se nos representa. Y ese espacio se nos deja. Los centinelas que salvaguardan esta frontera patriarcal son el estado, las religiones, la justicia, los medios de comunicación y entretenimiento y otras multinacionales, de ahí que, como se puede ver, quienes están al frente de ellas sean, ay, los hombres.

(Mujeres poderosas que han sido admitidas al club de Los que Mandan y hombres desarrapados no son evidencias en contra de lo arriba dicho, sino que, en rigor, habríamos de explicar el tinglado más ampliamente en términos de clase, nacionalidad, afectividad, raza, credo y edad en intersección con el género) ¿Seguís ahí?

Pues continúo. A veces, es la voluntad de algunas de nosotras tratar este complejo, delicado y crucial tema con vosotros, compañeros. Por diversas razones, que suelen tener como base común el deseo de que el sistema que nos mata mute en uno que no nos mate. De ahí que os expliquemos pildorillas de primero de feminismo aquí y allá, y que cuando se producen os señalemos actitudes en que incurrís y que, creemos, contribuyen a silenciarnos o directamente animan a deshumanizarnos. Pero, ¡oh, decepción!, esto es lo que pasa cuando lo hacemos:

 

  • Espectro de respuestas 1: me resulta difícil de entender, porque yo no soy así, yo no hago eso.

¿Seguro? ¿No abrigas la creencia de que mi tiempo y los discursos te pertenezcan por derecho? ¿Entonces, si acabo de hablarte de mujeres muertas y de mis sentimientos heridos por el (micro)machismo que acabas de cometer, por qué tu respondes hablando de Ti? ¿Por qué haces caso omiso de los sujetos femeninos que he puesto sobre la mesa y lo que quieres que hagamos ahora es elogiarte? ¿Se ve claro? ¿Necesitas más pruebas?

Si de veras hubieras deconstruido por completo la andanada machista oculta tras tu frente y en tus fibras musculares (no conozco a nadie que lo haya conseguido del todo), entonces no dejarías de cuestionarte a ti mismo ni por un segundo, pues solo así habrías llegado a despatriarcalizarte previamente.

 

  • Espectro de respuestas 2: me ofende que me llames machista

Guau. De entrada, no te he llamado machista a ti, sino que he descrito una actitud tuya como tal. Sin la reflexión adecuada y actualizada, sin escucha activa a los grupos implicados, o por descuido, todas cometemos diariamente machismo, racismo, clasismo, adultismo, etc., porque ese es nuestro hábito mental y la sopa social en que flotamos, pero no necesariamente nos caracterizaríamos como tales (machistas, racistas, clasistas…) a menos que hagamos bandera de ello y nos revolquemos en contumacias (como tú ahora).

De salida: aquí hay alguien que clama haber sido injustamente tratada por otro. Responderla cuestionando su queja es, cuando menos, una estrategia para no afrontarla. Pero en una lectura más profunda, al no escucharla le estás quitando a esa persona la legitimidad y el espacio para expresar sus sentimientos, su vivencia, le estás diciendo que la aceptas solo si está callada y que por consiguiente no se puede pronunciar. Ole, una doble de machismo con mucha espuma. por favor.

No debes entender «machismo» como algo malo y ya está que tienes que evitar que te llamen y defenderte si lo hacen. No tienes ocho años y las monjas no te están pidiendo que seas tolerante en lugar de racista. Eres adulto, tienes capacidad para descifrar la intención del mensaje que oyes en el medio contextual en que se produce, además, eres corresponsable de la realidad que creamos entre todos cada día y le debes respeto al ser humano que tienes enfrente. Ofenderte, ponerte de morros, vengarte y no tratar de entender el fenómeno que la palabra simboliza denota un intelecto ciertamente estancado.  Si te lo he dicho es porque debo o quiero convivir contigo en algún espacio, y tú y yo necesitamos negociar nuestros comportamientos para que nadie dañe a nadie y el intercambio que hacemos sea beneficioso para todas las partes.

 

  • Espectro de respuestas 3: imprecaciones, fotopenes y otras delicias

Nos amenazáis con fantasías de violencia física (esas que, decía, se encuentran en potencia en todas partes, ahora serían verbalizadas) y/o os insultáis con alguna floritura que remita a nuestra disposición o no para el sexo (bollera, puta…) o o nuestra imagen corporal en contraposición a la que nos habéis intentado imponer (gorda, fea…) O sea, que lo que queda clarinete es que el lugar que habitamos en vuestro imaginario es estar al servicio de vuestros intereses eróticos. Y de paso que no tenéis argumentos.

 

Queremos y debemos convivir con vosotros en un mismo mundo, compañeros, hagámoslo con alegría y sin muertes de más. Google, Federici, Palenciano, talleres de feminismo para principiantes, todo está ahí fuera. Creemos en vosotros.

Me despido con amor del bueno desde la playa medusa,

*A*