En este presente nuestro, estamos imantadas por la responsabilidad de crear una nueva cultura posible. Una cultura cíclica, menstrual, feminista (no anti-)maternal, antirracista y decolonial; una cultura del cuidado y la salud ecológica de los seres y su entorno, una cultura que ponga en el centro la vida, una que merezca la alegría ser vivida… para todos los organismos de la tierra. Somos las artífices de una nueva forma de interrelacionarnos en que la jerarquía de seres —unos privilegiados siempre y vociferan, otros mueren silenciosos entre estertores de miseria—, va a pasar a las catacumbas de la historia.
La justicia horizontal e igualitaria no es todavía tónica en nuestras relaciones, estamos en proceso de reinvención y partimos desde una mochila verdaderamente sórdida. Nuestras propias prácticas, ideas y aproximaciones están impregnadas de jerarquías y heterarquías, afectos cuestionables, enredos de palabras ajenas que ocultan tejido enfermo y proliferante. Pero hemos de sernos francas y pacientes: poco a poco sanamos en colectiva la herida trágica del kiriarcado. No debemos ser duras con nosotras mismas, pero tampoco cejar en el empeño de restituir la posibilidad sana de la existencia terrícola.
Es sabido que las relaciones entre cuerpos vulnerabilizados también pueden tender a espejear violencias sistémicas. Y es que no es que vivamos en un sistema que lastra violencia clasista, sexista, racista, especista, adultista, etc., sino que nos tambaleamos en el corazón de un sistema basado en la división jerárquica de los seres. A imagen y semejanza de la matriz de sentido a la que pertenecemos, a menudo nos guían impulsos que la reproducen. Las )»izquierdas»(, las )»feministas»(, las portadoras, en fin, de un nuevo mundo de cooperación y alegría no debemos perder demasido tiempo en guerrear con enemigos ajenos: la lucha primera y última, el alfa y omega de nuestro deseo político de liberación consiste ni más ni menos que en sacarnos de dentro la ideología del dolor que nos consume.