En ensayos sobre crianza se asegura que aprendemos a conocer los limites del cuerpo que somos a través de las caricias que se le hacen a nuestro yo-bebé. Quien nos materna entonces nos vuelve cuerpo, en la medida en que le da límites a nuestra materia, la hace diferenciarse del resto del mundo, que se expande indiferenciado, interminable, peligroso por nuestros cuatro costados.
Las criaturas de días y meses tienen miedo a la indefinición, a perderse en ella. Hacen a menudo como si cayeran, con los brazos en alto y la mirada de susto, cuando en algún momento no se sienten suficientemente acogidas, contenidas, limitadas en el espacio. Para poder vivir y crecer seguras necesitan piel, manos, caricias constantes que les den forma y con la forma entidad (ser) e identidad (ser que se repite en el tiempo, ser sostenido).
Acoger, sostener, acariciar, contener, limitar, piel
En este mundo que tenemos tan feamente montado, no son modos de relación que practiquemos, fuera de lo puramente sexual, donde posiblemente tampoco. Lo sexual deviene a menudo coliseo de luchas de poder genérico e identitario, pocas veces dejará paso a lo tierno, lo blando, la celebración extática de lo vulnerable, el canto coral de las dermis primitivas, la piel cruda.
Cuando somos grandes ya hemos (en principio) aprendido los límites de nuestro cuerpo, pero seguimos necesitando las caricias, el contacto, para ser en el tiempo, para seguir siendo. Duele profundo pensar que por Sistema hacemos como si no fuera así. Sin pielconpiel, sin piel, ergo, sin límites, somos pegotes de masa indiferenciada, interminable, peligrosa. Por eso no nos cuidamos el cuerpo y nos forzamos a vestir roles dentados que filetean nuestra carne. Por eso trabajamos sin parar para alimentar la máquina. Por eso votamos mal. Por eso estamos atrapadas en el ciclón energético de producción-consumo. Por eso no luchamos por lo nuestro. Porque hemos perdido la piel-límite.
Aunque, por otro lado, si pensamos en ello a la luz de las crianzas de moda de las últimas décadas con las que nos han martirizado (no lo cojas que se va a acostumbrar/ ese ingente vacío entre cuerpo criado y cuerpo criador rellenado con mercancías/ la tutela pediátrica de quienes crían, que está a su vez tutelada por lo comercial) no sé si acaso nunca en realidad nos acariciaron lo suficiente para que nos creciera el límite. Y trágicamente llegamos a lo adulto sin piel, como si hubiéramos llegado con piernecillas blandas para no poder caminar porque nadie se ocupó de ayudarnos a aprender cómo.
Es un gesto tan revolucionario, acariciar. Hoy voy a intentarlo, me come la vergüenza, pero ahora sé que ahí es de donde arranca mi aporte para un mundo futuro en que lo que sí es humano se convierta en lo normal.