La rutina de M.P.

000763240Como cada día, M.P. se despertó en su covacha. Se giró hacia la izquierda torpemente, estiró un brazo blando, gomoso, y cogió el libro de la mesilla que le pareció que tenía la portada más firme. Tras leer novela un rato, miró la hora, y puso el despertador unos segundos más tarde. El cacharro sonó y entonces su cuerpo se levantó descoyuntado y adentró en el cuarto de baño para recomponerse.

Al cabo de una hora (y unas cucharadas de café y tostadas de pan con aceite mojadas en chocolate denso), M.P. salió a la calle muy abrigada para ir a trabajar. De camino, reflexionaba sobre cuál era la tarea que debía priorizar ese día. Bajando al metro, se dio cuenta de que urgía hacer inventario de virtudes de las niñas contestonas, escribir las instrucciones de uso de la empatía los sábados y seguir dándole vueltas a las bases teóricas de la revuelta contra el kiriarcado. Así que recorrió el andén de punta a punta, subió las escaleras y emprendió el camino de regreso a su covacha.

Se pasó el resto de cada día sentada en la butacona naranja, concentrada, feliz y tratando de no ser picada por las avellanas sin cáscara. Escribía y leía, le pintaba las uñas a los libros viejos y aplicaba protector solar a los nuevos, y para descansar la vista, a ratos se ensoñaba mirando el poster colgado con cuatro chinchetas rojas frente a su escritorio. La imagen reproducía con relativa fidelidad la covacha libresca de M.P., y la incluía a ella mirándose a ella, solo que la del poster tenía una pose como de estar bailando algo arrumbado.

Luego refrescó el tuiter, y no le hizo ascos a unas berenjenas de temporada que se comió en su tinta y al punto de sal.

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