Afrontémoslo: vivimos una crisis de los afectos que nos está llevando a perder de vista ciertas cosas importantes, como que somos, en esencia, un troquelado de piel urgente seguida de carne temblorosa y lábil. Ahora mismo pueden pasar semanas sin que nadie nos toque, y eso es trágico. No mimamos nada, abrazamos y besamos por vacua cortesía (a veces son dos duros golpes de pómulo, los besos en los carrillos). Nos dicen que nos queramos a nosotras mismas, pero nadie nos dice que nos quiere. Casi nadie, fuera de algunos clichés jolivudienses. Y luego esas tías lejanas, primero, y tíos jetas, después, que vienen a exigir que les besemos.
Fríos y acartonados avanzamos a tientas por la vida-híper, producción-consumo, producción-consumo, círculo de hielo por el que deslizarse sobre cuchillas, chorros gélidos corren entre un cuerpo y otros, fosos con alimañas entre los sujetos y sus deseos-de-verdad: pulsión de caricia y apego liberador.
Así, acurrucados en un rincón, despellejados por falta de contacto humano, no nos atrevemos a salir a abrazar, miedo, vergüenza, inconveniencia, y tratamos de sublimarnos fabricando en el laboratorio clandestino de la mente derechos espurios: derecho a comprar cuerpos de niños y niñas, derecho a alquilar cuerpos de mujeres y jóvenes empobrecidos.
Ni un día más en que se nos considere objetos de consumo. Varones hegemónicos, cuerpos que arrojan cuerpos a la voracidad dentada del mercado: tocaos, abrazaos, disfrutaos como pieles sensibles que también sois. Alejad vuestras zarpas polares de nosotras que, entre tanto, estamos volviendo a aprehendernos desde la piel. La revolución de los afectos ya es un rumor que crece desde las mesas camilla a las plazas de la ciudad global.